Esa palabra, tan fácil de pronunciar, de insípido sonido. Es la que más lastima, la que mal sabor de boca da, a aquellos que aún no quieren irse. O dejar ir.
Ese adiós que me dijiste, no era el de un hasta pronto, no venía cargado de la esperanza vana de que llegara con bien a mi hogar, más bien, era un adiós que abría sus puertas frías al olvido más seco, al olvido más destructivo, masacrante. El olvido voluntario. El dejar ir.
Ese adiós que me dijiste se fue en el viento, igual que todos los adioses que se dicen en la vida, pero este se quedó impregnado, como brisa, en mi mente, y en mi pecho. Porque sabía que este adiós era distinto, no era breve, no era temporal. Era para siempre.
Le decías adiós a mis besos, a mis palabras, y a mis temores. Y yo te contestaba adiós, no asimilaba, quizá, la magnitud de mi palabra, o talvez no entendí que esa última vez que te vería así, de la misma forma que te veía cada que iba allá, a tu casa. Hermosa, mía, siempre mía.
Adiós, dijiste.
Adiós, conteste.
Y nos dejamos ir, sin una palabra de por medio, pero todo un grito acallado en nuestra boca.