Te dije que volvería para cenar

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     Salgo de mi casa tranquilo, sin prisa. De todas formas, tengo tiempo. Monto en el ascensor y me tomo mi tiempo para arreglarme el nudo de la corbata y atusarme el pelo frente al espejo antes de salir. Afianzo mi maletín bajo el brazo y salgo del edificio, mezclándome con el resto de la gente, que observan mi evidente superioridad con indiferencia. Sonrío con suficiencia y me dirijo a paso rápido a casa de Miranda McFare.

     La observo entrar en su propio edifico, vestida con ropa de deporte. Me he informado de todos y cada uno de sus movimientos, y conozco a la perfección su rutina de salir a correr por las tardes y de abrirle la puerta al cartero cada lunes para recibir la revista a la que está suscrita. Por supuesto, hoy es lunes y la puerta del bloque de pisos está abierta. Vuelvo a sonreír, consciente de que la suerte está de mi parte y entro en el vestíbulo. El portero dormita detrás de su mesa, pero apenas cruzo el umbral, el muy memo levanta la cabeza.

- ¿Busca a alguien, caballero?- Pregunta, y yo siento ganas de lanzarle una llave inglesa a su arrugada cara de sabihondo.

- Eh... sí.- Contesto con mi mejor cara de cartero vago.- Soy nuevo en esto y tengo que entregarle el correo a la señorita McFare.- Levanto el maletín para darme credibilidad.

- Ah, claro, pase, pase. Su casa está en el séptimo piso, es la primera a la izquierda.

     Contento, monto en el viejo armatoste que en esta comunidad se atreven a llamar ascensor y pulso el rudimentario botón de la séptima planta. Ya arriba, dejo que las puertas se cierren detrás de mí y abro mi cartera. Saco unos guantes blancos de látex y me los pongo para, enseguida, ponerme otros de tela encima. Me coloco las solapas de la chaqueta de traje con cuidado y soplo para sacudir el polvo que mi precioso revólver Smith- Wesson calibre 357 Magnum. Introduzco las balas y le retiro el seguro. A continuación, recojo el maletín del suelo y llamo a la puerta de Miranda.

- ¿Quién es?- Dicen desde dentro.

- El cartero.- Respondo, seco. Ya me parece oler la sangre, joven y fresca, saliendo a borbotones del cuerpo de la joven.

      Apenas abren la puerta, disparo certeramente a la frente de mi víctima, sin que me tiemble la mano, como siempre he hecho. Sé al instante de apretar el gatillo que la mujer está muerta, pero me confunde el escuchar un grito de horror que viene del salón. Levanto la vista y me encuentro frente a Miranda, que se cubre la boca con las manos y gimotea aterrada. Miro a continuación hacia abajo y me sorprendo al ver que el muerto es una mujer bastante mayor que mi víctima y lleva uniforme de servicio. Encogiéndome de hombros, aparto el cadáver de un puntapié y entro en la casa, cerrando la puerta. Paso al salón, Miranda tiene el teléfono en la mano y lleva puesto el delantal, como si hubiese estado cocinando para cenar.

     Vuelvo a levantar el revólver, esta vez apuntando a su pecho y dejo con calma el maletín en la mesa del comedor. Retiro el seguro de nuevo y pongo el silenciador, chasqueando la lengua por tener que usarlo. Odio el silenciador, me parece un artilugio de cobardes, pero el haber errado mi primer disparo ya va a acarrearme los suficientes problemas de tiempo como para que encima se alerten los vecinos.

- No dispares, por favor.- Musita ella, levantando las temblorosas y sudorosas manos.

- ¿Estabas preparando la cena, Miranda?- Inquiero, ignorándola.

- Por favor, por favor.- Sigue lloriqueando.

- ¡He dicho que si estabas preparando de cenar! ¿No me has oído?- Le grito, notando cómo se me hincha la vena del cuello.

- Sí...

- Todas sois iguales;- Resoplo, de nuevo tranquilo.- No pensáis más que en vosotras, en lo que vosotras queréis, ¿y yo? ¿Dónde quedo yo? Pero tú seguro que me entiendes, ¿verdad, guapa? Tú entiendes que yo tenga mis necesidades y que una de ellas sea matar, ¿no?- Ella asiente frenéticamente.- Bien, entonces...

- ¡Alto, policía!- La sangre se me hiela en el cuerpo. No. Otra vez la cárcel no.

- ¿Has llamado a la policía, pequeña?- Le pregunto. Ella solo tiembla. Tiro la pistola al suelo y me giro para que los agentes me esposen.- Recuerda esto, Miranda, volveré para cenar. Siempre vuelvo.

     Permito que me arrastren de malas maneras hasta el coche policial. Para los agentes que están hoy de guardia debe de suponer un enorme orgullo haber detenido al asesino en serie del momento y salir sin ningún rasguño. Sin embargo, me pregunto cómo pueden no sospechar de que ni siquiera haya opuesto resistencia. A veces los humanos normales son tan previsibles. Antes de llegar a la comisaría, ya tengo trazado un nuevo plan. Oculto mi sonrisa y me retuerzo.

- Eh, tú, quietecito.- Me suelta uno de ellos, tan cliché con su donut rosa en la mano.

- Tengo que ir al baño.- Le contesto con insolencia.

- Eso dicen todos.- Suspira su compañero, que ya se conoce el numerito.- Espera a que lleguemos.

     Una vez allí, la cosa sucede rápido. El policía me suelta una de las esposas para que pueda bajarme el pantalón y yo le arreo un buen rodillazo. Le quito las llaves del coche, la pistola eléctrica y la porra y salgo corriendo. Golpeo un par de agentes por el camino, aunque desearía detenerme para darles a todos y cada uno de ellos con un machete hasta destrozarles la cara.      Sonrío al imaginarme sus gritos, veo su sangre correr en mi mente, las balas atravesándoles la carne, los ojos volviéndoseles blancos. La baba me gotea por la barbilla de puro gozo, pero la limpio deprisa apenas consigo llegar al coche y monto, concentrándome de nuevo en la carretera y limpiando mi mente de pensamientos asesinos. En este momento, solo tengo un cometido en la vida: Llegar a casa de Miranda McFare. Ella es la última de mi lista de víctimas. Todas las que he matado antes eran como ella, insolentes. Ellas se atrevieron a desafiarme cuando yo solo era un empresario de poca monta que trataba de crear una cadena de cosméticos. Miranda y todas las demás los criticaron, consideraron que no estaban a su altura. Pero ya no. Mi empresa progresó sin problemas, y ellas fueron cayendo, una a una. Por supuesto, desde el quinto asesinato, todo el mundo sabía que yo era el causante de esas muertes, pero nadie podía probarlo. Ahora ya no me importa. Estoy tranquilo, solo concentrado en llegar de nuevo hasta ella. Y al fin aparco.

     Bajo del coche y agarro la pistola y la porra, esta vez sin guantes, para qué. Golpeo el cristal de la puerta del edificio, agarro el pomo por el otro lado y esta se abre al instante. Entro, lanzando un puñetazo hacia la nariz del asustado portero que, al oír el primer disparo, se había acercado a la puerta. Esta vez no me molesto en esperar al ascensor y, con la adrenalina a niveles insospechados, corro escaleras arriba. Estoy en la séptima planta, pero ni siquiera jadeo.    Cuando golpeo por primera vez la puerta con el hombre, oigo a Miranda llorar. La segunda vez, ella empotra un mueble contra el picaporte para bloquearlo y yo río. Hago un par de cálculos mentales y llamo a la puerta de al lado. Un niño pequeño abre justo antes de que su padre grite que no lo haga y yo lo empujo para pasar. Atravieso la casa, perfectamente orientado en su interior y me dirijo a la terraza del salón.

     Cuando llego y miro hacia la derecha, observo alegremente que no me he equivocado y que el balcón de la mujer está a menos de dos metros de distancia. Como mucho, habrá metro y medio. Guardo mis armas en los bolsillos de la chaqueta y me encaramo al alféizar. Me agarro con calma a los salientes de la pared de la fachada estilo barroco y cruzo hasta la casa de mi víctima. Miranda chilla con pánico al verme entrar en su salón. Me acerco a ella hasta quedar a apenas unos centímetros. Está paralizada. Yo levanto la porra estirando el brazo y me agacho hasta quedar a su altura.

- Te dije que volvería para cenar.- Y bajo el arma con todas mis fuerzas.

TE DIJE QUE VOLVERÍA PARA CENARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora