Mi cisne negro
En cierto modo, siempre fue como si esperara a que viniera: su aparición fue uno de esos eventos anunciados de los que pareciera que siempre fuimos conscientes, y que podríamos haber predicho si hubiésemos fijado la vista en el lugar adecuado. Recuerdo el día con una claridad inusitada para lo que era mi memoria de aquellos tiempos. Es curioso como ahora, que todo es cíclico, repetitivo e igual recuerdo cada hora como si fuese única; contrariamente a lo que sucede con mis recuerdos mundanos de cuando todavía era un hombre libre. Quizá, pienso en ocasiones, la vida no fuera tan variada y arbitraria cuando creía que lo era, y quizá yo anduviera por el tiempo sin repasarlo, presuponiendo que no tenía nada de lo que preocuparme.
En cualquier caso, era jueves, un jueves cualquiera en la vida de un soltero independiente. Veía en la televisión una reposición de un concurso televisivo de la temporada pasada mientras comía un sandwich de mozarella y bebía cerveza sin gluten. Podría incluso repasar que ropa llevaba, que aspecto exacto hubiera mostrado si me hubiera contemplado en el reflejo de cualquier espejo, mi postura, los cubiertos exactos que empleaba: el momento previo a la muerte de mi día a día se me grabo a fuego en la mente, tanto que en ocasiones es el único instante de normalidad que puedo rescatar con claridad.
Reí con un chiste del presentador que ya conocía, y, mientras se agotaba mi risa, una llave se introdujo en el pomo de la puerta y accionó el pestillo. Tarde unos instantes en racionalizar lo increíble de lo que sucedía: no vivía nadie más conmigo en aquella casa, y mi arrendador vivía a varios kilómetros de aquí, sin que existiera ningún motivo en especial para que viniera. Pero, siendo honestos, no fui capaz de sorprenderme y observe la puerta con languidez, perezoso; casi lamentando levantar la vista del nuevo concursante.
La puerta se abrió y entro Él. Vestía mi chaqueta gruesa color salmón y mis otros vaqueros favoritos; mis zapatillas viejas y un gorro que usaba habitualmente. Cuando nos miramos a los ojos, azul contra azul, ya me sentí con derecho a la sorpresa: me encontraba ante mi replica perfecta, que parecía tan estupefacta como yo. Deje la cerveza contra la mesa y amenace con incorporarme, sin saber bien como actuar. El, por su parte, se deslizo por el pasillo, y se introdujo en la habitación de invitados al lado del pasillo, cerrando quedamente la puerta. Con cautela abandone la seguridad del sofá y la televisión para observar el rastro que el individuo había dejado a lo largo del pasillo: había barro en el linóleo a pesar de que hacía dos o tres días que no había llovido.
Sé lo que cualquiera hubiera hecho en mi situación: puede que coger un cuchillo de la cocina y entrar en la habitación, quizá llamar a la policía, tal vez impelar al desconocido, incluso emprender la huida. No puedo explicar por qué, pero rehusé a hacer cualquiera de esas cosas y me limite a limpiar las huellas y volver al sofá. La inquietud desapareció tan rápido que me dormí con rapidez.
Cuando desperté, unas seis o siete horas más tarde, lo hice teniendo la consciencia de que El seguía ahí, y mis sospechas se confirmaron cuando fui al baño: alguien ya había usado el agua caliente, pues no tardo nada en salir, y el felpudo se encontraba algo mojado. Pude oír como El abría la puerta de su cuarto y andaba hacia la cocina, pero seguí reaccionando tratando de obviar lo extraño de la situación, subiendo el caudal de agua para no escucharlo. Calcule el tiempo que le costaría desayunar e irse de casa como si se tratara de mi -al fin y al cabo, de mi se trataba- y me entretuve en el cuarto de baño hasta que escuche la puerta de la calle cerrándose con fuerza, como si Él quisiera que me enterara de que se estaba yendo.
Al quedarme solo comprobé que Él había desayunado lo habitual, y así mismo lo había fregado todo, para eliminar cualquier rastro de su visita. Sé que podría haberme preocupado entonces, inquirirme por quien era Él, como era posible que fuéramos iguales, que intenciones tenía o si era peligroso. No lo hice. En todo este asunto, mi mente actuó esquivando el problema o las preguntas: al principio, trataba de no pensar en ello, como si no hacerlo fuese suficiente para que no fuera real. Más tarde, me fustigaba desde el convencimiento de que había sido inevitable.