La luz de la luna se colaba por las claraboyas del techo en el largo pasillo del monasterio en el que dos monjes paseaban aprovechando las suaves temperaturas nocturnas.
Había sido una agitada semana en la que el prior del monasterio les había aconsejado no salir de sus celdas y encomendarse al Señor para que les perdonara sus pecados. Siete días en los que habían meditado sobre los hechos acaecidos aquella mañana en la que la sangre del cuerpo de fray Fernando inundaba la fuente del claustro.
Aún con esa imagen en la mente, llegaron los dos al centro del patio para observar con asombro la figura de un hermano arrodillado frente al estanque. Le saludaron y obtuvieron por respuesta el angustioso gorgoteo de la sangre resbalando por su garganta...
