Soy un gigante, del tamaño de un edificio de unos 8 pisos. Soy blanco, sin rostro, sin dedos, soy casi una nube o un malvavisco dibujado.
Estoy sentado en una loma del cerro Mariposa, al lado del auditorio. No hay nada en esa loma, así es que me puedo sentar tranquilo a sentir.
Soy tan grande que si estiro el brazo alcanzo tocar el mar.
Pero pareciera que la gente no me ve, y es mejor así.
Respiro, huelo el mar, huelo el pasto de la loma, el cemento de la calle y los techos de las casas, huelo las gaviotas, la orina de paloma y huele a lluvia, pero lloverá mañana.
Siento. Siento las manos duras por el trabajo y los pies cansados de subir y bajar, pero justo hoy sentado en esta loma, mis manos y pies se suavizan al contacto del pasto, y aunque mi trasero se humedece, se siente bien. Esa mezcla de suavidad fría y dura es placentera. El viento toca mi cuerpo, ese viento porteño que te cala hasta los huesos y te despeina, y te empuja, y lo odias con el alma hasta que lo asumes, lo digieres y te entregas a él... y lo aceptas, y comienza a gustarte tímidamente y no quieres reconocer que al final te cautiva, hasta que ya no puedes evitar amarlo, y cuando no está lo llegas a extrañar. Pero cuando aparece, vuelves a odiarlo, y así por siempre.
Veo. Veo a mi puerto, mi mar, mis barcos, mis calles con mis perros y mis gatos, mis pájaros, mis gaviotas, mis escaleras, mis techos, mis balcones y mis ropas colgadas, mis cerros, mis quebradas, mis pasajes, mi cielo con mis nubes y veo a mis viejos caminando entre la gente, mi viejo, lo veo tan viejo.
Oigo todo, desde el gusano bajo la tierra, hasta la puesta del sol. Escucho la luna avisando que ya viene, y a los gatos respirar y casi escucho la sangre en mis venas cuando amo y cuando odio. Oigo el crujir de los techos, al árbol que empuja el viento, la hoja que cae de ese árbol y también escucho, sobre todo el mar. Imposible no oír el Puerto, los camiones, las grúas, ni la música –siempre hay música en este Puerto, siempre alguien canta, o toca, o escucha radio, o solo el viento con su propia música.
Y en mi boca sólo un cigarrillo, ese pucho incondicional, maldito y placentero alquitrán mezclado con esa sensual nicotina que perversa te seduce hasta el clímax. Ese placer tóxico que invita a un trago, una copa de vino tinto que justo ahora no tengo en mis manos pero la imagino. Aspiro mi pucho, y bebo imaginariamente y trago sin botar el humo.... Luego exhalo, y emana de mí una nube venenosa con sabor a vino viejo.
Qué extraño, mi mente me juega una mala pasada. No pude escribir esto siendo persona, sólo puedo hacerlo viéndome a mí mismo como un singular gigante blanco de malvavisco sentado en una loma solitaria. Nuevamente aspiro el cigarro, retengo el humo, bebo mi vino imaginario y exhalo el humo tóxico que se mezcla con los olores de mi Valpo amado.
GLORIA GALCAR