Era un día normal, de mucho compartir en el trabajo y allí estaba ella con la misma sonrisa que a todos nos encantaba. El brillo de sus ojos ya me había alcanzado, pero mi timidez silenciaba mi boca y me tragaba aquellas ideas locas de enamorarla.
Nuestro único separador en el trabajo era un cristal que permitía cada radiante sonrisa. Me asomé a su escritorio por la inmensa curiosidad de saber si aquella última sonrisa había sido para mí o con todos sonreía de la misma forma, a lo que ella respondió de manera muy segura que era la misma sonrisa para todos...
No supe si desilusionarme o volver a la realidad, pero ambas cosas me fueron difícil de lograr porque ella no paraba de sonreír.
Se volvió costumbre irme a casa con ella en mi mente sin nunca decirle nada de mi sentir por ella.