No me habría presentado voluntario para entrenar a los
iniciados de no ser por el olor de la sala de entrenamiento: el
aroma a polvo, sudor y metal afilado. Era el único lugar en el
que me había sentido fuerte, y cada vez que respiro este aire
vuelvo a sentirme así.
En un extremo de la habitación hay una plancha de
madera con una diana pintada. Contra la pared hay una mesa
cubierta de cuchillos para aprender a lanzarlos; son feos
instrumentos de metal con un agujero en una punta, perfectos
para los iniciados inexpertos. Alineados frente a mí están los
trasladados de otras facciones que todavía llevan, de un modo u
otro, la marca de su procedencia: el veraz de espalda recta; el
erudito de mirada penetrante; y la estirada, que se apoya sobre
las puntas de los pies, lista para moverse.
Cuatro cuenta su historia
Veronica Roth
—Mañana será el último día de la primera etapa —dice
Eric.
No me mira; ayer lo herí en su orgullo, y no solo
durante la captura de la bandera: Max me llamó en el desayuno
para preguntar cómo iban los iniciados, como si Eric no
estuviese al cargo. Eric se pasó todo el rato en la mesa de al
lado, mirando su magdalena integral con el ceño fruncido.
—Entonces volveréis a luchar —sigue diciendo Eric—.
Hoy aprenderéis a apuntar. Que todo el mundo elija tres
cuchillos. Y prestad atención a la demostración que os hará
Cuatro de la técnica correcta para lanzarlos. —En ese momento
mira a algún punto al norte de mi persona, como si estuviera
por encima de mí. Me enderezo. Odio que me trate como a su
lacayo, como si no le hubiese partido un diente durante nuestra
iniciación—. ¡Ya!
Salen corriendo a por los cuchillos como si fueran críos
sin facción que buscan un trozo de pan, desesperados. Todos
salvo ella, con sus movimientos pausados, que mete la cabeza
entre los hombros de los iniciados más altos. No intenta parecer
cómoda con los cuchillos entre las manos, y eso es lo que me
gusta de ella, que, aun sabiendo que estas armas son
antinaturales, encuentra la manera de empuñarlas.
Eric se acerca a mí, y yo retrocedo por instinto. Intento
que no me asuste, pero soy consciente de lo listo que es y de
que, si me descuido, se dará cuenta de que he estado mirándola,
y eso supondría mi fin. Me vuelvo hacia la diana con un
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