Mis tíos, cuando hablaban de putas, decían: Las tramposas. Entonces yo de niña siempre que hacía trampas pensaba: ¡Dios mío, qué puta soy!, y me iba a confesar. Claro que al padre no le decía: Me acuso de ser puta, porque además puta era una grosería. Pero si me acusaba de ser tramposa. Y lloraba muchísimo, porque me imaginaba al sacerdote pensando: Tan chiquita y tan putita.
Ya ves que las mejores trampas son las que se pone una sola.