Capítulo tres.

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Herida.

Estaba asustada.

Quería salir corriendo hacia los brazos de mi padre, como una niña pequeña que busca ser resguardada.

—La matarán. —Después de tanto silencio, el chico de la serpiente tatuada habló.

—No lo harán — Daniel movió ligeramente su ceja izquierda. —. La han secuestrado.

Al menos no hablaban de mí.

—¡Qué novedad! — gritó con sarcasmo el joven tatuado, aplaundiendo y provocándome un pequeño salto de susto. — ¡Eso es obvio!

Daniel pareció contraer su rostro en una mueca. Sus músculos se tensaban más conforme pasaban los segundos y entonces iban a explotar.

Pero no, su furia explotó.

—Sigue quejándote como la zorra que eres, Diego. — Su voz retumbó por toda la casa.

Se lanzó al Diego sorprendido y lo tiró al suelo, propinándole golpes de puño en su nariz, pecho y abdomen, repitiendo el ciclo, cada vez con menos intensidad.

—¡Para, para! — grité cuando vi sangre en los nudillos de Daniel.

Seguía golpeando al pobre chico que a duras penas forcejeaba.

—¡Basta! — grité de nuevo.

Daniel estaba encarnizado y ni si quiera mis palabras llegaban a sus oídos.

Diego levantó su mano hacia mí y fue cuando, sin pensarlo, me lancé a Daniel.

Sentí un impacto en mi rostro y quizá pude haber caído, pero no lo hice pues me aferré a su cuello y cerré mis ojos con fuerza.

Unas manos frías y humedas tocaron mi mejilla de repente haciéndome sentir una pequeña dolencia, así que tuve que clavar mi vista en quien provocaba aquella sensación.

—Te he lastimado. — los ojos de Daniel se hincaron en la mejilla herida con susto.

Solté mi agarre de su cuello y con una de mis manos toqué la zona lastimada.

Dolía y mucho.

Cerré mis ojos con fuerza y una lágrima espesa escurrió por mi rostro lentamente. Acaricié suavemente con las yemas de mis dedos el pequeño bulto que se había formado y abrí los ojos de nuevo.

Esparcí entre mis dedos el líquido rojizo que emanaba de la herida, observando con horror su oscuro color.

Miré a mi alrededor.

Daniel ya no estaba y Diego tampoco.

Observé hacia todos los lados y mi corazón se aceleró.

¿Me habían dejado allí?

Me levanté de inmediato del suelo y con mi mirada busqué las llaves de mi casa. Las había perdido cuando me lancé a Daniel y parecía que ya no estaban.

Maldije en un susurro. Quería largarme y no volver jamás.

Chasqueé mi lengua.

De pronto, algo helado tocó mi espalda y pegué un grito de pavor.

—Está bien, soy yo. — era Daniel.

Miré sus ojos y quizá fue un alivio verlos, pero también quería irme a casa.

—Traje hielo.

Movió mi cara hacia él con sus dedos en mi mentón y luego observó.

—Perdóname, ¿quieres?

Asentí, pero quise darle el golpe de vuelta.

—Te pondré el hielo.

Cerré los ojos y así fue. El cubito de hielo bailó por mi mejilla, provocando una sensación de alivio y ardor al mismo tiempo.

—Quema. — dije, cuando dejó el cubo quieto por un largo tiempo en mi mejilla.

Me pareció escuchar una risita de su parte y la comprobé cuando abrí los ojos y vi su sonrisa. Él notó que lo estaba mirando así que dejó de sonreír.

—Esto te aliviará, así que déjate.

Asentí. Me recordaba de cierta forma a mi padre cada vez que yo me golpeaba y evitaba la curación.

—Lo siento. — Clavó sus pupilas en mis labios, como esperando a que le contestara.

—Está bien.

Diego apareció con el rostro humedecido y los ojos bien abiertos. Se había lavado la cara y un pedazo mal cortado de papel colgaba de una de sus fosas nasales.

Daniel le dedicó una mirada rápida y siguió deslizando el hielo por mi mejilla.

—¿Estás bien? — Sin querer, aquella pregunta salió de mis labios.

Diego pareció sorprendido, aunque también molesto por mi presencia.

—Sí. — respondió, agarrando una chaqueta de cuero que se encontraba en el suelo.

El mismo salió apresurado, con un cigarro entre sus labios y su cabello alborotado.

Daniel me sonrió muy levemente y luego agarró mi mano, obligándome a tomar el hielo.

—Vuelvo en un momento.

Antes de poder responderle, corrió  tras Diego.

Quedé estática mirando hacia la puerta entreabierta. Tenía miedo de las personas con quienes había protagonizado una escena desagradable y poco común para una primera impresión.

El hielo se volvió líquido a los pocos segundos y entonces solté un suspiro. Podía ver mi casa desde la ventana de la sala de estar y con entusiasmo me imaginaba entrando a ella, con pequeños saltitos y una gran sonrisa.

Daniel entró de nuevo, cerrando la puerta de un solo golpe.

—¡Dios! —gritó.

Iba a decirle que me marchaba a casa, que él me causaba mucho miedo, pero el peligro que corría parecía limitarme a callar.

Se tiró en el sofá e inclinó su cabeza, tomándola entre sus manos y sollozando.

—Desgraciado. — susurró de repente.

Lo observé con gran precaución y no supe si debía salir corriendo o quedarme y observar un cautivador y terrorífico momento.

—Leila...

Su llanto se desató a los pocos segundos y entonces me sentí fuera de lugar. Saber que mi padre estaba involucrado en un confuso secuestro me hacía querer saberlo todo, pero así mismo caminaba hacia el peligro que me esperaba con los brazos bien abiertos.

Caminé lentamente hasta el sofá y me senté con pulcro.

Lo miré. Aquel joven de nudillos ensangrentados parecía entonces una débil flor que necesitaba del radiante sol para sobrevivir.

—¿Qué ha pasado? — pregunté sin titubear.

Él dejó su llanto y comenzó a suspirar hasta calmarse. Podía escuchar el montón de intriga carcomer mi interior cuando el silencio reinó.

—Deberías irte a casa.

Lo aplaudí mentalmente porque había logrado hacerme sentir viva de nuevo. Quería volver a casa, sin embargo, necesitaba saber qué estaba pasando con mi padre.

—Me aterra estar sola. — Y era cierto.

Daniel levantó su cabeza y me observó. Sus ojos rojos y su sonrisa triste ahora necesitaban de alguien.

—A ver...

Agarró mi rostro entre sus manos, observando la herida que me había causado.

—Marco me va a matar.

Parpadeé un par de veces.

Marco nos iba a matar.

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Dani_Smith1.

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