Manuel debía tener nueve años si yo tenía diez, y estoy seguro de que yo tenía diez porque el suceso se dio un mes antes, más o menos, de que mis padres nos sacaran de aquel barrio marginal buscando un mejor lugar para vivir.
Manuel era mi vecino de una cuadra de distancia. De cabello rubio cenizo y baja estatura, gustaba de encenderle fuego a los botes de basura, bajar switches de luz y timbrar y correr. Mis padres no parecian estar muy convencidos de que salir en las tardes con él fuera adecuado para mi, pero era el único chico de mi edad en la cuadra y, en realidad, yo tampoco era santo alguno.
Realmente no hay mucho que decir al respecto, se trataba solo de una común amistad infantil. Algunas veces llegaron a castigarnos juntos. Algunas veces nos salimos con la nuestra, algunas veces gritamos de más. Sin embargo, hay una parte oculta que no suelo sacar mucho a relucir, la última gran anecdota que pasé junto a él, en realidad. No lo hago porque en estos tiempos está de moda ser hombres de ciencia, dejando de lado el esoterismo, la metafísica y los presagios. Esta historia, por el contrario, tiene todo que ver con ellos.
La cuento solo para aquellos que puedan escuchar sin juzgar, además de que de vez en cuando yo mismo necesito recordarla, para saber lo cerca que estuve, y valorar esto que hoy tengo, con el alma. Y para ahuyentar, sobre todo, a los perros negros que anden por aquí, porque esta noche se les escucha ladrar.
Era un sábado, mientras la tarde se teñía de añil en el cielo. Manuel y yo gritábamos. Corríamos en medio de un terreno baldío, a unos cuantos minutos en bicicleta de mi casa. No recuerdo cual sería el juego, pero debía ser muy interesante porque ninguno de los dos lo vimos hasta que estuvo muy cerca.
Un enorme perro negro se había acercado a nosotros
Debo aclarar que los perros callejeros eran usuales, aunque nunca vi alguno acercarse a un hombre sin razón. Para atraerlos siempre era menester agitar algo de comida en la mano. Y en algunos casos ni con semejante anzuelo era posible convencer al chucho de acercarse.
A ese gran perro negro nunca lo llamamos, ni vimos exactamente de donde salió.
Otra particularidad que recalco es el hecho de que el gigantesco animal, del tamaño de un gran danés, estaba gordo como ninguno. No era un perro con hambre, como suele suceder con todos los perros callejeros, que llevan siempre las costillas marcadas en los costados. Este perro tenía unos músculos fuertes y amenazadores que se tensaban frente a nosotros. Le escurría un hilo de baba desde el hocico al piso, la cola estirada y las orejas levantadas en señal de alerta.
Cuando notamos su presencia, mi amigo y yo nos quedamos helados. No sólo era raro que el perro se hubiese acercado tanto a nosotros sin razón, tampoco se trataba del hecho de que era una mole musculosa y terrorífica. No, había dos cosas en particular, que de alguna forma, trastocaban el peso de nuestros corazones en el pecho.
La primera eran los ojos del animal. No había ira o amenaza ninguna en ellos. Eran unos ojos profundos que lo único que transmitían era un sentimiento de pena. Como si al perro le doliese estar ahí. Aunque pareciera que eso debería hacer al can menos amenazante, juro que no hacía más que incrementar la sensación de frío en la espalda y el sudor en la frente de ambos.
La segunda situación que hacía que el momento se respirara lleno de miedo, es algo que después de tantos años, sigo sin poder explicar. Era algo intangible. Algo que estaba ahí sin estarlo, quizá en otro plano de la realidad. Quizá nos miraba sin que nosotros pudiésemos mirarlo. Pero estaba. Lo juraría por mi vida ante cualquier juez. Algo en el lugar estaba tocándonos, y lo que se sentía con ese contacto no podía ser más horrible.
Si me atreviera a describirlo, sé que algo tendría que ver con el olor de la comida podrida. El aire espeso, como si respiraramos el aliento de una bestia. Cálido y atascado de humedad. Y la misma clase de aire nos envolvió por completo en un santiamén. Todo el cuerpo húmedo, la ropa pegada a la piel, la sensación de calor que se metía hasta lo más profundo de los pulmones y nos ahogaba.