Capítulo único

43 4 0
                                    

Un rostro estoico; una mano empuñando un lápiz con rabia, con dureza; unos labios apretados en una fina línea; unos ojos bailando entre las palabras que estaban siendo escritas; la respiración agitada y un corazón frenético. Éstas son tan sólo unas de las muchas cosas que podíamos describir. Ojalá saber qué es lo que le atormenta, qué estaba pensando, qué estaba escribiendo, cuál era el motivo.

Pero, oh, el lápiz se partió entre sus dedos; su imponente figura se tensó; y, sin previo aviso, un rugido de frustración rompió el silencio. Ya no era el ruido del grafito contra el papel lo que le hacía compañía al silencio ni el ruido de los papeles siendo movidos, era la respiración agitada de nuestro escritor.

Un escritor incapaz de definir qué sentía, qué era aquello que le quemaba el pecho y le nublaba la mente. A él, a la gran revelación literaria moderna, que a su temprana edad había sido equiparado con los mejores autores. A él, que no había nada que no pudiera definir, describir, explicar. Jamás se había sentido tan vacío, tan carente de vida. Y es que, cómo podía un sujeto agnóstico pedir la salvación a Dios, rezando incluso a las musas que tanto inspiraron a Homero para poder expresar el dolor que sentía.

Tal vez no era en sí misma la incapacidad de definir el dolor lo que frustraba a nuestro escritor, tal vez tampoco el dolor en sí, tal vez era la falta de lógica y la felicidad que encontraba en ello. Porque, ¿y si Nietzsche tenía razón? ¿Y si para ser feliz había que sufrir? No habían suficientes libros en el mundo que pudieran ayudarle. Porque, siendo sinceros, el amor cristiano estaba condenado.

Pero, si eso era cierto, ¿por qué sentía que su cuerpo llegaba a la catarsis con sólo pensar en su igual? Amar al prójimo era una falacia inventada por el cristianismo, para contentar a los más débiles y hacerlos sentir que su miserable existencia sirve de algo. Sin embargo, ahí estaban los griegos, premiando el amor entre iguales, dejándolo así como el más puro pues no contiene un deseo egoísta de perpetuar la especie. Oh, dulces griegos, por más que lo pensaba el joven escritor más encontraba un cálido consuelo en la gran poetisa de Lesbos; pionera en escribir poemas homoeróticos pensando en su amada alumna.

"Igual parece a los eternos Dioses.
Quien logra verse frente a Ti sentado:
¡Feliz si Goza tu Palabra Suave,
Suave tu risa!
A mí en el pecho el Corazón se oprime.
Sólo en mirarte: ni la voz acierta
De mi garganta a prorrumpir; y rota
Calla la lengua
Fuego Sutil dentro de mi cuerpo todo
Presto discurre: los inciertos ojos
Vagan sin Rumbo, los oídos hacen
Ronco Zumbido
Cúbrome toda de Sudor helado:
Pálida quedo cual marchita hierba
y ya sin Fuerzas, sin Aliento, Inerte
Parezco muerta."

Su susurro llenó el aire, sus palabras calando hondo y dejando huella en las paredes de su biblioteca. Sin darse cuenta de que su dolor empezaba a salir en forma de pequeñas cascadas saladas que dibujaban el acantilado de sus mejillas, de pequeños suspiros con miles de sentimientos perdidos pero también encontrados. Con su corazón lleno por primera vez en la vida, con una maraña de pensamientos que era incapaz de hilar; solo y con un lápiz en la mano, encontró por primera vez que aquello que sentía no se podía expresar con palabras; que si aquello que sentía era lo que llamaban amor, habían estado equivocados toda la vida. Porque el amor era indefinible, porque él era incapaz de poner nombre a lo que sentía.

Déjame verte cuando sonríes,
cuando tu vaso esté lleno
y derrame gotas sin cesar,
dibujarte en la espalda eses,
besar cada uno de tus lunares.
Escuchar como le cantas a Venus
sobre el amor que sientes.

Por primera vez, nuestro querido escritor se sentía completo en los brazos de su joven aprendiz, que leyendo esos versos acariciaba cada palabra en su paladar y deleitándose con el significado de éstas. Porque, el alumno tampoco sabía definir lo que sentía por su mentor. Sin embargo, él sabía definirlo con sus labios pues no hay mayor prueba de amor que besar los labios de a quien quieres.

Porque SeHun no era nada sin LuHan. LuHan lo era todo con SeHun. Y eso era la verdadera felicidad. Tal vez, y sólo tal vez, Nietzsche tenía razón y había que sufrir para ser feliz

El escritor frustrado [HunHan]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora