Entre engranajes y sedas

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 Hester se despertó, sobresaltada por un ruido similar a una pequeña explosión, pero al instante imaginó que se trataba de Guillaume, trabajando en alguno de sus extraños artilugios. Se deslizó otra vez entre las caras sábanas de seda, esas por las que había pagado un buen puñado de monedas, solo porque pertenecían a las lejanas tierras de Oriente.

Miró el ventilador de aspas de madera, inmóvil sobre su cabeza y después llevó su vista hacia la ventana, que dejaba, no solo entrar la luz de la mañana, sino también la suave brisa de primera hora, cuando el calor aún no apretaba.

"Otro mes en este lugar y sigo sin sentirme como en casa" pensó, y sin querer su menté regresó al momento en el que llegó a ese recóndito lugar.

Hester apareció en el horizonte como un espejismo en medio del desierto. Ante los boquiabiertos habitantes de la pequeña ciudad de Nueva Esperanza, la joven muchacha avanzó, seguida de su singular séquito. Un extraño silencio se extendió, arrastrado por el viento y Hester entendió al instante, que buscar un futuro entre esa gente no resultaría fácil.

Avanzó por la calle principal, en la que apenas se veía algún que otro vehículo impulsado a vapor. Ella ya sabía que en aquella tierra, aún preferían utilizar caballos para desplazarse y por eso mismo, había elegido presentarse ante ellos de igual forma. La única diferencia resultaba ser, que el animal que la joven muchacha montaba, era mecánico. De ahí la sorpresa de todos cuantos se encontraban a su paso en aquel momento.

Hester mantuvo la cabeza alta, mientras era traspasada por la mirada de hombres, mujeres y niños, hasta llegar al bar principal del pueblo, el lugar al que le habían indicado que debía ir, si quería encontrar al alcalde de la ciudad. Ni siquiera preguntó si no sería más lógico buscarle en el Ayuntamiento, entendió al instante que, al igual que en Europa, en el nuevo continente, los negocios se hacían en los bares.

Descabalgó con brío e hizo señas a sus acompañantes para que no abandonaran sus carromatos. El único que acudió a toda prisa, fue Swithin, protector como siempre de su señora. No se negaría Hester a que este, le guardara las espaldas, pues el hombre de piel azabache y cerca de los dos metros de altura, puede que no tuviera muchas luces, pero sabía cómo infundir miedo con su sola presencia.

Y a veces, con eso bastaba.

La joven frotó sus sienes para alejar el siguiente pensamiento de su mente. No tenía ganas de recordar el recibimiento del alcalde Theoderic Arkwright, al descubrir el "tipo" de negocio que ella venía a instaurar en la pequeña ciudad.

Sintió movimiento a su lado y miró el cuerpo desnudo que se movía entre las sábanas. Odiaba que Alec se quedara dormido en su cama. Una cosa era, que aceptara su compañía alguna que otra noche y otra muy diferente, que por la mañana aún permaneciera en la habitación.

Deslizó su mirada por su tonificado torso y al llegar a su rostro, se topó con esos ojos verdes que la seguían intimidando.

—Algo te ronda...

Hester arqueó las cejas sorprendida. ¿Desde cuando la conocía tan bien? Giró la cara hasta mirar de nuevo el techo.

—No es nada —comenzó resignada—. Solo estaba recordando el día que llegué a esta ciudad.

—¿Te refieres a tu entrada triunfal? —preguntó con cierta socarronería.

Su comentario daba a entender que ella había buscado crear cierta expectación, pero nada más lejos de la realidad.

—No sé por qué la llamas así. No buscaba un golpe de efecto.

—Claro —soltó una suave carcajada—. Llegaste con tus chicas exóticas, tus llamativos empleados y toda esa parafernalia... ¡Un caballo mecánico! ¡A quién se le ocurre!

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