Capítulo 7

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Lunes diecisiete

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Lunes diecisiete

Se despertó algo agitado, le faltaba un poco el aire y se encontraba envuelto en sudor. El reloj daba las diez y media de la mañana, y había soñado con algo desagradable; pero a pesar del esfuerzo no había logrado recordar con qué. Aunque tenía la vaga intuición de que se había tratado de algo que no pertenecía a este mundo... o quizá sí.

Se levantó de la cama, y entonces tiritó de frío. Le había dado la impresión de que, de la noche a la mañana, hubiera dejado de ser verano y el frío seco y gélido del invierno hubiera sustituido su lugar, de una forma que jamás hubiera creído posible. Ardía en fiebre, y había llegado casi a los cuarenta y un grados. Se sentía mareado, con náuseas y con una terrible jaqueca que le pesaba con todo; el gusto amargo de la garganta lo había asqueado, y había tenido que salir disparado al baño a vomitar. Estaba tan pálido que parecía una mala copia —o una excelente, llegado el caso— de Nosferatu. Sudaba a mares, y estando sentado cerca del inodoro, se preguntó si no hubiera sido aquello —algún síntoma precoz de la fiebre— lo que había hecho que se desmayara en el coche.

«Pero no tiene sentido, ¿cómo es que recién ahora aparecen los síntomas tan marcados?» se preguntó «¿cómo puede ser posible que no se hubieran dado cuenta?»

Sandra, algo desesperada, se había comunicado con Nicolás, que le había recomendado dos cosas: un jarabe, y que tomara mucha agua para que no se deshidratara, pues tenía que reincorporar los líquidos que había estado expulsando. Ella salió volando hacia la farmacia de la esquina, que se encontraba a unas dos cuadras de la casa, y compró el medicamento y un par de antibióticos.

Al regresar, Ernesto se había quedado adormilado en la cama, se encontraba muy cansado y debilitado. No obstante, tuvo que despertarlo para que tomara el jarabe. Hizo aquello, y llevó una gran botella con agua fresca a la habitación, y un vaso donde pudiera beber de ella.

Luego de dos y tres cuartos de hora, el medicamento había comenzado a hacer efecto y la fiebre comenzaba a desaparecer lentamente; el color en su rostro empezaba a regresar y a ruborizarse un poco. Eran las doce y cuarto, y a pesar de todo lo que había descansado, se había quedado dormido una vez más.

Transcurrió una hora y algo más, y despertó con un aspecto mucho mejor. Seguía sudando, pero no tanto como antes y la jaqueca —y los mareos— habían amainado de gran manera. Ahora era un sudor cálido, ese que tenemos cuando el cuerpo empieza a funcionar bien, y no aquel que es frío y muy preocupante. Tomó una gran cantidad de agua, para recuperar todo el líquido que había perdido entre los vómitos y el sudor. Luego, tomó uno de los antibióticos con otro poco de agua, se levantó y fue al baño para orinar. Se había sentido algo abombado aún, pero no tenía comparación alguna con la sensación de mareo que lo había afectado por la mañana.

Hacia la tarde, a eso de las cinco y media, merendó sentado en la cama y, aunque le había costado un poco poder tragar la comida, no había devuelto nada. Sandra le dio otro poco de jarabe una vez que hubo terminado, y Ernesto se quedó viendo un poco la televisión recostado. Le molestaba un poco la espalda, por la permanente posición, pero había recuperado mucha de su fuerza y de su vitalidad. Ya no se sentía debilitado, eso era algo bueno, al fin.

La balada de los muertos (Wattys 2019 Horror/Paranormal)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora