Agoney tenía claro que Peter no lo quería ahí.
Su hermana Glenda, que había sido previamente informada sobre el tema por su madre, desde pequeño le había contado las aventuras de ese niño fantástico en su peculiar isla del país de Nunca Jamás. Lo hacía con el característico brillo en los ojos de quien tiene su primer amor.
La chica se empeñaba en querer dejar la ventana abierta durante las noches con la esperanza de que apareciera un niño volando a llevarla con él. Ante las negativas de su madre, preocupada por que cogieran frío de la brisa que entraba desde el exterior, en verano usaba la excusa de que hacía demasiado bochorno y en invierno esperaba a que toda la casa durmiera para abrir un pequeño resquicio por el que la pudieran abrir desde fuera, sin plantearse siquiera los peligros que esto podía llegar a suponer, ya que vivían en un sexto piso.
Sin embargo, lo que atrajo a Agoney de estas historias no fue el chaval, sino la tierra mágica que lo rodeaba. Por esto fue que esa noche, cuando las plegarias de su hermana fueron contestadas y Peter apareció ofreciéndole irse con él, cuando la chica se empeñó en que su hermano pequeño los acompañara, aceptó.
El viaje fue arduo. Las instrucciones - la segunda estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer -no eran tan sencillas de seguir cuando los niños, rendidos del cansancio, se quedaban dormidos durante el vuelo y, a pesar del polvo de hadas, comenzaban una caída en picado que Peter se entretenía mirando hasta que en el último momento se llenaba de misericordia y decidía salvarlos, justo a tiempo, de espachurrarse contra el suelo o perderse en un inmenso océano.
A pesar de que había accedido a que Agoney les acompañara, Peter se esforzó por ignorarlo, poniendo únicamente atención a su embelesada hermana a la que enseñó todos los secretos y maravillas de la isla.
Aquel día habían decidido jugar todos a la búsqueda del tesoro. Glenda había sido la encargada de esconder el tesoro, que le habían robado a Garfio, en algún rincón de la isla de manera que sólo ella conociera su paradero. El resto de chicos tendrían que buscarlo de forma que el primero en encontrarlo ganaría el juego. Habían comenzado buscándolo en grupo, pero poco a poco se habían ido dispersando así que en ese momento sólo quedaban Peter y él juntos. No se sorprendió cuando el chico emprendió el vuelo, dejándolo solo en mitad de una isla que a penas conocía. Pero Agoney no se amedrentó y continuó su marcha intentando comprender la mente de su hermana para deducir dónde podría haber escondido el dichoso cofre.
A penas llevaba unos minutos caminando cuando se topó con otro niño.
Peter tenía la manía de que él debía de ser el más alto del grupo, tomándose así como medida de si alguno de los niños perdidos comenzaba a crecer, momento en el cual era repudiado y abandonado a su suerte. Agoney supuso que aquel niño rubio no tendría grandes problemas ante eso puesto que, pese a que tendría sobre un año menos que él, era especialmente bajito y pequeño, lo que le causó gran ternura.
El niño percibió su presencia casi al instante, pues no es que Agoney fuera precisamente silencioso y las hojas secas del suelo no ayudaban a que sus pasos fueran insonoros.
- Hola- dijo cuando el otro se giró a mirarlo.
- Hola.
- Me llamo Agoney.
- Sé quien eres, el hermano de la niña.
- Sí, ese soy yo- contestó con una sonrisa- ¿Y tú cómo te llamas?
- Me llaman lobato.
- Sé cómo te llaman, pero ¿cuál es el nombre que te pusieron tus padres?
- Raoul, creo... pero de mis padres no sé nada, así que me llaman lobato.
- Bueno, pues yo te llamo Raoul.