Muerte súbita

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Repentinamente, un suspiro involuntario hizo que sus pulmones pareciesen desinflarse. Aparte de esto, no sintió nada más que un leve estremecimiento y simplemente dejó de respirar.

Al principio no supo qué hacer. En su perplejidad, trató de tomar una bocanada de aire voluntaria, pero solo consiguió esponjar levemente las aletas de la nariz. Luego probó a soplar, pero no logró más que colocar los labios abocinados en un gesto de beso mudo.

Finalmente, se resignó: ya no respiraba. Sin embargo, no detectó ningún otro síntoma que presagiara dolor o enfermedad. No sabía cómo tomárselo.

Su mujer fue la primera a quien le contó aquel hecho extraordinario. Ella le miró asustada. "¡Pero eso no es posible!", no pudo menos que exclamar. Coincidió con él en afirmar que no había oído hablar jamás sobre un caso similar. Tampoco sabía qué hacer. Le sugirió que fuese al médico. Quizás aquello fuese el comienzo de una enfermedad grave y extraña.

Al día siguiente llamó al trabajo sin atreverse a dar explicaciones concretas sobre la sintomatología de su enfermedad y se dirigió al centro de salud.

Su médico de cabecera le escuchó en silencio mirándole apaciblemente por encima de las gafas, como le había mirado cada vez que había acudido a aquella consulta desde hacía más de veinte años. Luego le pidió con voz aséptica y rutinaria que le permitiera auscultarlo. Le miró la garganta, los ojos, la nariz, sin que la expresión de su rostro cambiase.

-Pues es verdad que no respira -comentó el doctor ahogando un bostezo. Luego le aplicó el fonendoscopio en distintos puntos del pecho -Tampoco le late el corazón. ¿No lo había notado?

No, no lo había notado, aunque sí era cierto que había echado en falta las palpitaciones que siempre le acompañaban cuando subía las escaleras de su casa. Quiso saber si aquel nuevo síntoma era una mala señal.

-¿Usted se encuentra mal? -le preguntó su médico.

-No especialmente, no.

-Entonces, no será tan malo. No obstante, voy a enviarle a hacer unas pruebas. Pierda cuidado, solo será una exploración rutinaria -Explicó el doctor cubriendo un volante.

Así, papel en mano, se dirigió al mostrador de recepción, donde le remitieron a otros tres mostradores. Por fin, terminando la mañana alguien le recibió: era un especialista, no le dijo en qué. Volvió a explorarle, volvió a auscultarle, volvió a interrogarle y volvió a encogerse de hombros.

-Lo siento, yo no puedo hacer nada. Tendrá que verle el forense.

Le remitieron entonces a este tercer doctor, que tras cumplir nuevamente con el mismo protocolo sí supo darle un diagnóstico.

-Lo siento mucho -le dijo, tras carraspear discretamente -Me temo que está usted muerto.

-¿Muerto? -replicó el paciente, indignado -¿Pero cómo que muerto? No puedo estar muerto. ¡No me siento muerto! No noto nada diferente.

-Le aseguro que está usted muerto. Las pruebas lo confirman. Ha muerto usted de forma repentina hace unas treinta y seis horas.

-¿Cómo que repentina? Tan repentina no pudo haber sido. Llevo treinta y seis horas sin poder parar de vivir.

-Querrá decir sin poder parar de morir. Usted ya no está vivo.

-Pero, pero... ¿ha visto usted anteriormente algún caso como el mío?

-Claro, miles de veces, a diario. No olvide que soy el forense.

-¡Pero no es lo mismo! Yo no estoy muerto del todo.

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