El arte abstracto de las piedras.

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«Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien

cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;

alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina

por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,

y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu

como leños perdidos que el mar anega o levanta

libremente, con la libertad del amor,

la única libertad que me exalta,

la única libertad por que muero. »

Cuando la noche era una pasillo oscuro que arrancaba estruendos a los pies salíamos a correr. Buscábamos el parque, cobijo de nostalgias ajenas. Quizás fuera nuestro afán conocedor de predecesores. ¿Qué desventuras acarrearía nuestro amor?

Ahora a veces me doy cuenta de cuán loca hay que estar para amar conforme.

Pero aquella tarde sostenida en un crepúsculo de melocotones, cuando el otoño despuntaba en las copas de los arces, yo no sabía que te quería. Me dedicaba a mirarte, y quizás el alma se me agolpaba en las retinas -se estancaba, se podría y se regurgitaba en constante ebullición sentimental de emociones silenciosas-, pero aun así mis labios se empeñaban en esconder los pormenores, las angustiosas advertencias de la mala literatura a la que al final terminaba por parecerse tanto la vida.

Sabía que una parte de ti cuando sonreías reclamaba mis ojos, que aquellas arrugas, desbordadas unas sobre otras en el entrecejo, las producía el peso de un deseo contenido en la sien. Pero aún con todas aquellas evidencias era incapaz de elaborar una resolución concluyente que consiguiera orientarme, desnudarte las palabras encriptadas cuando entre risas jurabas que el mundo era un poco nuestro.

Volviendo la vista otra vez a aquella tarde, recuerdo sin embargo que llevabas la blusa desabotonada, un almizcle de canela impregnando tu aura de un perfume similar al que emanaba la tierra al verse rociada por la lluvia. Olías a abril, Marina. A una microscópica primavera encerrada en tu piel tersa, tostada. Tu cabello estaba libre, cada uno de aquellos rizos, recuerdo de una ajetreada infancia a la que te habías aferrado con las uñas, y que a veces por las noches se te atrancaba en la garganta y te impedía reconocer cuanto estaba sucediendo (qué dolorosa niñez imperecedera.). Estábamos jugando al amor. Durante todos aquellos meses, y cuando nos colamos en la caseta de madera del parque. Se nos vino la noche encima, pero no escapamos hasta el amanecer (dudo todavía que lográsemos salir de allí.). Las paredes pintarrajeadas se apretaron a nosotros y nos robaron lentamente la carne con que nos cubríamos, hasta reducirnos a hueso y nervio capaz de acariciarse.

Aquella tarde nos enamoramos, por primera vez, alquilando sin contrato aquella casa. Bastaron besos inocentes, tú esmerándote en ocultarle a las margaritas que no existían más promesas deshojadas, que finalmente hallaste a un pétalo conforme, tu ansiado "me quiere". Porque yo te quería. Oh, si te quería.

Recuerdo que te acercaste envuelta en un halo de duda, que la incertidumbre te descoloría las mejillas, que mi boca quería transgredirte. Te recibí con las entrañas, nos abrazamos. No hubo más que silencio, un rumor de pulsos ácidos. Me vino a la cabeza una inmersión en Las Canarias, otra primera vez de antaño. Tú, tan inexplorada como mis recuerdos empequeñecías de miedo. Tendría que haberte dicho, manos en los hombros, que no había motivo alguno para perder la seguridad. No hubiera servido de nada, por supuesto, ya estábamos perdidas. Pero hubiese alimentado las brasas de la llama que después incendiaría aquel cobijo de revelación visceral y adolescente.

Toda la madrugada, entera, la pasamos al amparo de dos o tres estrellas. Ni siquiera hubo suficientes como para escarbar una constelación de una mina celestial tan desfasada. No tenía importancia. Me bastaba recostarme a tu lado, y al cielo vacío se le salían los diamantes.

Marina, Marina, ¿Cómo no pudiste darte cuenta? Mientras sacabas las piedras para batirnos a un tres en ralla, y a mí el deseo me encendía una mirada clavada con estacas a tu espalda. Cómo no apreciaste las maravillas que se sucedían en ese brillo de mis ojos, el escaparate de un anhelo del futuro. Cómo pudiste tú no enamorarte y encadenarte al suelo donde yacimos sin rozarnos, por terror a que la intensidad castigase a dos jóvenes tan inexpertas.

Si hoy me preguntan si he estado enamorada respondo que perdí la apuesta. Que hubo primera vez, imprecisa, decorosa, de unas horas sin luz exprimidas a ese tres en ralla. Que te dejé vencer todas las veces, que llevé mis dedos a tus mejillas y las estiré hasta dibujarte una sonrisa. Que te besé despacio por cobarde, y que por cobarde jamás mencioné que te pertenecía.

Fue un descubrimiento nunca declarado, una verdad entredicha. Allí la abandonamos junto a dos mortajas y un pedazo de espíritu.

Todavía hoy si te acercas a la casita abandonada se escucha el runrún de nuestras voces, y cuesta fijarse en que no ríen. La estructura está desmigajada, al igual que la coherencia de las frases. Nadie sabe si provienen del viento o de la tierra, pero yo puedo atribuírselo a las estrellas.

Restan tres y muy ancianas en la cúpula lejana de la noche, las mismas cotillas de entonces.

Pregúntales, Marina, si sorprendentemente te ataca la memoria y te acuerdas de en qué punto dejamos la partida, pregúntales lo que no se atrevieron a decirte mis pulmones. Estoy convencida de que llegado ese momento sabrás cómo consumarlo, aunque el transcurso de los años sólo te haya dejado algunos restos.

En fin, me han jurado que el primer amor nunca se olvida.

En semejante estupidez reside mi esperanza.

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⏰ Última actualización: Jul 07, 2014 ⏰

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