ENCRUCIJADAS DEL DESTINO

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PROLOGO

 Llevaba despierto más de dos horas, el ulular del viento sonaba y hacía que su ventana cimbreara en una mañana otoñal. Se levantó, tras los cristales, apreció como las ramas de los árboles de su jardín se mecían.

 El hombre decidió dar un paseo por su ciudad, se vistió acorde con la estación, no se llevó el paraguas, el tiempo no estaba tan mal como para que lloviera.

 Le gustaba andar, a veces en sus deambulaciones encontraba objetos interesantes que en ocasiones adquiría. Dirigió sus pasos al casco antiguo, en esa parte de la urbe, subsistían tiendas de antigüedades. Buscaba elementos que le pudieran ser útiles en su trabajo.

 No habría recorrido quinientos metros, cuando al doblar la esquina, a lo lejos en un jardín, vio expuestos los enseres de una casa, un gran letrero indicaba que se vendían. Por curiosidad quiso acercarse, husmeó a distancia, no quería cruzar la verja, no tenía intención de comprar nada.

 Parecía que la ventisca se llevaba las nubes, no existía un pronóstico de lluvia, los muebles no se mojarían. Desde la baranda de separación divisó un armario alto con las puertas abiertas, antiguo, que conservaba su textura original. Pudo ver una cama con el cabecero de hierro forjado, y adornos en dorado, imitación a oro.

Se interesó un poco al comprobar que era de un estilo clásico, viejo, aunque él no era especialista en antiguallas, aparentaba de la época barroca. Tras ese primer vistazo a la izquierda, dirigió sus cansados ojos a su diestra. Se observaban unas mesas con libros, otros menajes de cocinas, carecían de valor, en un sofá que ocupaba la parte trasera de esos mostradores, en un rincón, en su respaldo, reposaba un cuadro de no muy grandes dimensiones, de unos cuarenta por cincuenta y cinco centímetros. El marco era moderno, feo. Como motivo, el retrato de una mujer desconocida, le llamó la atención que no estuviera pintado en lienzo, era un tablero de madera, una capade barniz ocasionaba que se reflejara, le daba profundidad. Quiso adentrarse y estudiarlo de cerca, con pasos lentos se dirigió hacia la parte derecha del jardín, una mujer que estaba en el vano de la puerta, lo saludó, él hizo un gesto con la cabeza, correspondiendo a esa cortesía. 

de barniz ocasionaba que se reflejara, le daba profundidad. Quiso adentrarse y estudiarlo de cerca, con pasos lentos se dirigió hacia la parte derecha del jardín, una mujer que estaba en el vano de la puerta, lo saludó, él hizo un gesto con la cabeza, correspondiendo a esa cortesía.

 Mientras se acercaba, notó que esa señora no le quitaba ojo, antes de coger el marco, la miró de nuevo, ésta gesticuló con sus manos, dándole permiso, lo prendió, a la moldura le dio la vuelta, la madera parecía estar en buen estado. Una inscripción en holandés, una fecha muy borrosa y un título, “Margriet”, sería el nombre de la persona del retrato, a quien el pintor le habría dedicado el cuadro. Dando de nuevo la vuelta, abajo a la derecha, casi lo tapaba el gran marco, unas siglas, "N. Van O.", no recordaba ningún pintor con esas iniciales.

 Se acercó a la dama, preguntó su valor. Al ver el interés que suscitaba en el hombre esa pintura, le pidió un montante superior a quinientos euros, el individuo lo consideró excesivo, dio media vuelta, pero antes, le hizo una oferta no superior a cien. Al final al ver que él se marchaba, con la premura de vender un artículo del cual desconocía su procedencia, y no sabía cómo llegó a sus manos, aceptó.

 El tipo salió del jardín contento, se alejó de la casa con la compra empaquetada en papel, bajo el brazo.

 Esa persona, mientras caminaba de regreso a su casa, pensaba que debería ponerlo en manos de un experto, no por su valor pictórico, sino para conocer la antigüedad de la madera.

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  Un domingo por la mañana, poco antes de Navidad. Tras el desayuno, el cabeza de familia, le insinuó sus intenciones a su mujer: –Cariño, me voy a dar un paseo, no tardaré mucho, seguro que antes de la hora de comer estoy de vuelta.

 La esposa se asomó a la ventana, viendo el día tan espléndido, tan soleado que relucía. –¿Por qué no te llevas a la niña?, podré hacer más rápido las faenas de la casa, el pequeño duerme, no me dará guerra.

Le gustaba andar solo, pero accedió a su petición.

Primero, la llevó a un parque infantil muy cerca de donde vivían. Su hija de seis años se subió en los columpios y otras atracciones infantiles que existían.

 Después, deambularon por las calles del centro de la ciudad, la niña, se paraba en los escaparates, quería los juguetes que veía. Sabedora de la proximidad de las fiestas navideñas, con ellas, la colmarían de regalos, siempre caía una muñeca parlanchina, otros juguetes con los que se distraía, algún juego didáctico para enriquecer su intelecto. Su hermano menor era muy pequeño, no jugaban juntos.

 Tras dos horas de paseo, volvían camino de casa, la llevó por la avenida que habitualmente pasaba. Le encantaba ver las motos en un escaparate, afición que desde joven le apasionaba, nunca tuvo una, a pesar de poseer todos los carnés, era obligatorio en su trabajo.

 Delante de ese expositor, parado, ensimismado, como hipnotizado por la belleza de esos vehículos de dos ruedas, sin soltar de la mano a la niña.

 –Papá, vamos, ya la has visto, quiero volver a casa. Esto es muy aburrido, tengo hambre.

 No se percató, un hombre de su edad y estatura se detuvo a su lado, el reflejo en el cristal lo hizo girarse, al verlo de frente se asombró, no podía creer lo que veía. No podía ser cierto.

 El otro no se sorprendió, sabía que tarde o temprano llegaría ese día, conocía su existencia, vivían en la misma ciudad.

 Cuando llegaron a la casa, la niña no se acordaba de la persona que se encontraron.

Le contó a su mujer lo que hicieron durante el paseo, no mencionó el incidente.

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