Diez mil veces existieron hombres similares, que gozaban de una salud envidiable y fama considerada sacra. Y así, con todo, no se consideraban llenos. Los vacíos existenciales de la memoria frágil de Roberto, hombre rescatado de la droga en los noventa, eran demasiados; tanto así que se consiguió, mediante gestiones que atentan contra la probidad, un bosque para él solo, en el cual se sumerge en reflexiones que lo aislan por horas. Pero es para mejor, porque ahí puede conversar con los cadáveres de sus seres pasados, que se colgaron. Diez mil veces Roberto, diez mil veces suicidado.
Pero últimamente tenía demasiadas dudas sobre la labor titánica que implicaba encerrarse en el exterior. A pesar de poseer las mentes infinitas que la ciencia le otorgaba gratis por sus aportes filántropos a la hambruna africana, no alcanzaba el nirvana del pensar: ensimismarse por una semana toda, con todo el frío corriendo por sus venas y con la lluvia desgarrando la dermis, siempre atento a lo que la mente le comunicaba. Estuvo, sí, cuatro días máximo sentado sobre un tablero de ajedrez antiguo -regalo de su abuelo-, el que le facilitó alimentarse de la energía dada por el árbol encima. Así y todo, siempre un pájaro carpintero lo despertaba. Planeó muchas ocasiones matarlo con alguna lanza artesanal, de esas que utilizó de pequeño para asesinar despiadadamente lagartijas para retener sus cabezas, aún móviles, en un tiesto de vidrio. Y aunque tuvo iniciativa, el psiquiatra le ordenó contener estos impulsos psicópatas. Todo sea para no volver al manicomio.
Por las noches, en la casa contigua donde tenía una cama enorme para sí mismo y donde pasaba recostado todas las madrugadas con los ojos abiertos mirando el cielo, esperando la llamada de su amada muerta desde una estrella lejana, lloraba radicalmente. Nunca estipuló qué daños las lágrimas saladas tendrían en la piel de sus incontables rostros; tuvo que decirle una vez su madre, una anciana de setenta años que apenas veía, que sus pómulos cada vez se veían más y más degradados a pesar de cambiar de cuerpo cuando se le apetecía aniquilarse. Así es como era Roberto: un ser tan triste y sumido en la desesperación por alcanzar el punto cúlmine de su meditación, ese que con suerte alcanzaría si los animales se iban de su hábitat natural y si Dios se lo permitía, Este Dios, dice, es un ente tan maligno que no me ruega paz nunca. Me tiene ahí, postrado, sin poder hacer nada más que recibir los residuos de mis acciones, millonarias, pero vacías al fin y al cabo.
Y es que era verdad, como lo vimos: Roberto, a pesar de tener todo el dinero del mundo y una mansión envidiable donde tiene a su madre y a una empleada a costa suya, requiere más para subsistir. Tiene que, necesariamente, succionar toda la energía que el bosque le da para trascender, convertirse en el hombre superior que varios locos han tratado de ser. Ya dio el primer paso: concibió que no es sujeto; es, cándido, un automoldeable humano. Todo lo que le depara, dígase crisis, emociones baratas que rondan la alegría y la penuria por exhibirse a la sociedad aislado y solo, y un rubor en sus mejillas cada vez que ve a su mujer, muerta, en el espejo, son porque él así lo ha configurado. El destino lo tiene listo, No necesito preocuparme de lo que viene, le dice a su diario de mil páginas, Debo ir más allá: traspasar el límite temporal de lo que viene y regresar al pasado, para evitar que mi Noelia se arroje por el acantilado y esté ahora a mi lado.
Pero sabe que eso no es posible. Físicos, astrónomos, científicos en resumida cuenta, le han dicho que jugar con el tiempo es inconcebible en esta contingencia. Rodear las burbujas del tiempo y aventurarse a tomar el papel de Dios, manipulando todo a su gana para lidiar de nuevo con la rudimentaria relación que tuvo, es la ambición inalcanzable. Pero cada hombre forja, dijimos, lo que pasará. Gracias a esta premisa, Roberto se ha convencido innumerables oportunidades que obtendrá el fin de su existencia sólo con las intenciones. No obstante los consejos sabios de su madre, ahí está. Siempre caminando apurado desde su habitación gigante hacia el bosque, cualquier punto en él a estas alturas de la vida. Decimos esto pues hubo tiempos en que nuestro desafortunado hombre se erguía contra los árboles; luego, bajo los mismos; después, encima de algún tronco cortado por la forestal que poseyó la espesura vegetal; ahora, con predilección por el tablero de ajedrez que era movible. Nunca, en su miserable vida, pudo rozar la gloria de sus deseos consumados.

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De hombres decrépitos
Non-FictionRelatos varios sobre el acoso a la condición humana y la intransigencia de los ambientes