La bruja blanca

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En unas lejanas tierras norteñas donde el gélido viento azota las amplias praderas de alta hierba. En un lugar rodeado por un vasto océano que con furiosa bravura golpea sus costas recordándoles quien es su amo y señor. En un paraje donde la afilada lluvia se convierte en un manto nevado que todo lo cubre para transformarse luego en una mortífera capa de hielo azul, de un azul sin vida, allí nació Hildegart.

Mas solo ella recordaba su nombre, nadie más se molestó en conocerlo. Los lugareños la llamaban la Bruja Blanca, pues blancas eran sus ropas, como blancos eran sus largos cabellos que mecía el frío aire venido de los confines del mundo, al igual que su piel aun más blanca si eso era posible.

Sin embargo, lo que ante sus ojos se presentaba como blanco, sus mentes lo interpretaban como negro. Un negro tan profundo como sus más primitivos temores y supersticiones.

Mas Hildegart poseía un alma aun mas blanca, de un blanco inmaculado que nada podía ensuciar. Y así la Bruja Blanca devolvía las miradas de envidia y miedo trasformadas en miradas de benevolencia y compasión ante su ignorancia.

Hildegart tenía cuanto pudiera desear. Tenía a la firme y segura tierra bajo sus pies. A las verdes praderas que acariciaban sus piernas, queriéndola hacer cosquillas. A los profundos bosques repletos de vida y misterio. Al incansable viento que unos días le susurraba melodías dulces y otros clamaba secretos canticos narrando los orígenes de la creación. Al océano que le cantaba nanas por las noches para conciliar el sueño. Y a la blanca niebla llegada desde el lejano horizonte azul trayendo con ella a sus poderosos dioses, que iban a visitarla y le hablaban de cuanto había más allá.

Esas pequeñas gentes asustadas, eran solo un recuerdo pasajero.

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