El primo

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Si hay algo que todo el mundo tiene, además de sueños e imposibles, son los primos. Nadie se salva, por suerte, de los primos; tampoco los hijos de los hijos únicos, ellos tienen el privilegio de nacimiento para elegir sus primos, como quien elige a su equipo de fútbol, si hacerle barra al Lobo del parque o al Chacarero, ser primo de Marcos u Oscar. Aunque bien conocemos en lo profundo de nuestro ser, que elegir a los primos es una falacia, uno se lo gana, llega a serlo de un momento para el otro, dejando el raciocinio de lado. Por eso la mayoría de los primos son los mejores y a la vez lo contrario, ¿acaso se puede elegir con la cabeza lo que ya eligió el corazón?

Y hay tantos primos en mi pueblo que nadie es anónimo, siempre es amigo de un primo, primo de la novia, primo por parte de la tía materna, etc. Nadie se salvaba en el barrio del tan repetitivo y lleno de asombro "¡Ah, vos sos el primo de x! Jugábamos juntos en el equipo de vóley del colegio." Y uno respondía siempre lo mismo, así se conocían las personas, gracias a los primos, el colegio o el equipo de vóley.

Así conocí a Kevin, el que se ganó mi parentela sin pedirla, era del mismo montón que el mío, el montón del banquillo de los deportes. El gran triunfo de la pubertad era lograr realizar un excelso remate y ver a Mercedes festejar junto a Sofía, la hija del carpintero; acción imposible para las tropas de suplentes, nos quedaba un dulce amargor ver ese festejo sin ser el festejado. No obstante, Kevin era un matemático, aprovechaba para hacer ecuaciones en el banquillo, ese era su deporte, desconozco si realmente le agradaba el vóley. De eso no se hablaba, como de otras tantas cosas que se procuraban por verdades despóticas y nunca se sugerían, un socio tácito.

Todo esto pasó antes de la Navidad de 19**, y es imperativo contarlo antes de llegar a cualquier otro punto, como sabrán, la vida es imposible sin la complicidad de estos agradables personajes, como Kevin.

Kevin en esa época, era un joven morocho, de ojos color café y una sonrisa, que podía jurar, abarcaba todo su rostro. Vivía a media cuadra de casa, por lo que nos escapábamos todas las interminables y silenciosas siestas a jugar en un baldío o una viña, a fumar nuestros primeros cigarrillos o viajar a la ciudad para comprar esas revistas que con tanto recelo escondíamos de nuestros padres y la exhibíamos a nuestros colegas como el más profano de los logros. El olor a mosto que provenía de las bodegas era una insignia en esas horas de libertad. La hora de la siesta era igual a la hora del imperio de los jóvenes, el mundo era nuestro, en mutismo.

Era nuestro primer año de la secundaria, esos lapsos donde lo único que se deseaba eran cosas tan simples que hasta el día de hoy me siguen sorprendiendo, anhelando el crecimiento de la barba, dos o tres pelos en las axilas, unos cuantos más en las piernas y poder besar a una chica. Esto último se decía en público, puesto que los chicos también se besaban entre sí a modo de preludio, justificando una mentira, Kevin se besaba con otros muchachos y me decía:

—Esto es mucho mejor que practicar con la almohada o la mano —sonreía aliviado— deberías intentar conmigo alguna vez.

Ambos reíamos de la broma que no era, pero yo no podía serle infiel a Mercedes. La misma Mercedes que no sabía mi nombre y yo repetía el suyo miles de veces, incluso en los sueños. Concepto absurdo que tenía por fidelidad por alguien que no registraba mi existencia, ah, pero, ¿cómo iba a soñar tranquilo por las noches habiéndole sido infiel en la vida? El mundo onírico es parte del mismo mundo en el que vivimos, no puede existir uno sin el otro, no podía permitirme dejarme caer ante la tentación de esos labios carnosos, con ese aliento a Derby y mandarinas.

—A veces me dejás pensando, primito —comentaba mientras exhalaba el humo del cigarrillo—, ayudame, no te rías, tampoco te quedes sentado así, es de vital importancia que me ayudés, no puedo sin vos, no soy yo sin vos.

Con las últimas palabras alimentaba su ego, él iba a ayudarme de todas maneras, simplemente era nuestro trato, molestarnos, pelearnos y defendernos a muerte. ¿Usted quiere saltar del techo? No hay problema, saltamos del techo; esa es la ilustración de primo más certera que poseo.

Entonces entre cigarrillos y revistas para adultos, escondidos entre parrales comenzamos a planear la mejor manera de conquistar a Mercedes (si me escuchara Francisco decir eso, el sermón que tendría que soportar sería extremadamente extenso, por eso cada vez que lo decía, miraba hacia todos lados, Francisco tenía la silenciosa costumbre de llegar sin anunciarse, de estar siempre, de ser un amigo de verdad), sería para el baile de Navidad que organizaba el municipio. Sin dudas el plan iba a funcionar de alguna manera o se convertiría en una terrible anécdota que me perseguiría durante años, conjurando risas mezcladas de una maldad inocente.

Ya habíamos quedado con Francisco, que llegaría en cualquier momento, y Kevin, sólo restaban dos semanas para navidad.

Breves crónicas de un chico de barrio másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora