Era una tarde normal, llevaba cinco libros prestados dentro de su mochila, se sentía feliz después de una amigable plática y estaba lista para ir a casa. Alzó el brazo pidiendo la parada, el autobús frenó levantando el polvo de la ciudad que fue directo a sus ojos, entró como pudo.
Bajó de su semiodiado 380. Para cruzar la calle que la llevaría a la próxima parada.
Los coches caminaban sin parar, sin siquiera fijarse si un alma gentil necesitaba atravesar la calle. Ella vio su camión, ese que se tarda en llegar, ese que en lugar de ser camión se transforma en lata de sardinas. Quiso cruzar, tenía la esperanza de que la camioneta que venía se apiadara de su angustiosa situación, miró el interior del autobús, en efecto iba lleno pero aún así deseaba tomarlo e ir a su casa a contarle a sus padres su aventura en la biblioteca. Puso un pie en el concreto de la calle, la camioneta no pararía. Se resignó, vio marchar a las sardinas.
Se quedó un rato esperando junto con otras sardinas que pronto serían enlatadas a la próxima que llegaría, llena. Corrió, pero eso no evitó que su mochila (la cual cargaba cinco contenedores de conocimientos) se quedara atrapada entre las puertas del autobús, intentó jalándola. Por obviedad del asunto no pudo, se quedó en esa estúpida posición hasta que se abrieron las puertas en la siguiente parada. Y sí, el chofer la miraba extrañado.
Ya sentada podía sentirse más relajada, sabía que los ojos sanarían después de que su madre (con manos de ángel) le hiciera un lavado con té de manzanilla, sólo le quedaba esperar ese momento. El camión iba a ritmo apresurado cuando se escucharon unos gritos fuera de éste, ella volteó la cabeza y pudo ver a través de la ventana que era una joven que intentaba con todas sus ganas detener su coche que iba directo (y en reversa) a un encuentro catastrófico con la enorme lata, la mujer gritaba con desesperación, el chofer detuvo la operación y todas las sardinas pudimos ver en cámara lenta cómo se deformaba la punta de la puerta del auto. La sardina que estaba a un lado, quien cargaba a su pequeña sardinita, comenzó a relatar lo que había sucedido a lo que no estaban cerca de las ventanas. El camión siguió su curso. La joven lloraba dentro de su auto.
Ella parpadeaba con mucha insistencia sin darse cuenta de que alguien la miraba. Ya casi llegaba a su destino cuando notó esos pequeños ojos que no apuntaban directo a ella pero que sabía que deseaba su atención. Parecía solo un papel tirado en el suelo, pero era más que eso, era una persona encerrada y lo peor de todo es que sólo tenía dos colores para mostrarse al mundo. Durante el trayecto sus miradas nunca se encontraron pero ella sentía la necesidad de rescatarla, como ya lo había hecho antes con otras personas aprisionadas en papel. Dejó pasar las paradas, solo esperando a que alguien regresara en su búsqueda, hasta que llegó a su destino y decidió acobijarla dentro de la bolsa trasera de su pantalón donde guardaba el boleto del 380 cuyos números, tristemente, sumaban veintidós (por eso y más era semiodiado).