Prólogo

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La luz de la luna arrancaba destellos de las mejillas de Clara.

No era la primera vez que lloraba.

Bajo aquel hábito que la cubría casi por completo, moraba un cuerpo que había odiado durante demasiado tiempo y una mente que había sufrido en exceso el oscuro silencio de la incomprensión.

Pero aquella noche, aquella en concreto, Clara se sentía particularmente emocionada. De hecho, los sentimientos la dominaban sin que supiera de dónde surgían. Lo único que sabía con seguridad -viniera de donde viniera aquella certeza- era que necesitaba estar al aire libre y contemplar la luna llena que regentaba el cielo nocturno.

No estaba segura del origen de la desdicha que arrancaba lágrimas de sus ojos castaños. Había unas cuantas posibilidades entre las que elegir. Desconocer la procedencia no era impedimento para que la sensación de desasosiego y desamparo fuese muy real, tanto que le perforaba dolorosamente el pecho.

Aquel dolor que parecía proceder de un estado emocional inestable se fue expandiendo por todo su cuerpo con lentitud, como una ponzoña que la invadía sin que pudiera hacer nada por evitarlo. No fue hasta unos minutos más tarde que se dio cuenta de que el sufrimiento era más intenso de lo que cabría esperar.

Clara pasó de la desconocida tristeza a un miedo intenso.

Sintió que se ahogaba. Era aquella una noche de verano madrileño y el calor sofocante vaticinaba una buena tormenta al día siguiente, pero ni siquiera eso lo justificaba. La mujer se despojó de sus hábitos de monja con una premura impelida por el pánico. Por desgracia, sus esfuerzos resultaron infructuosos. Ni siquiera cuando se hubo quedado en ropa interior en mitad del patio del convento logró deshacerse de aquella sensación de ahogo, puesto que la asfixia era fruto de la constricción de su propio cuerpo y no de lo que la rodeaba.

¿Cuántas veces más sería aquel cuerpo su prisión?

Las piernas le flaquearon hasta fallarle, haciéndola caer de rodillas sobre la fría piedra. Gritó de dolor, aunque después sus alaridos comenzaron a silenciarse ante el escalofriante sonido de sus huesos que crujían y de sus articulaciones que chasqueaban cuando se salía de lugar para volver a colocarse luego en erróneas configuraciones.

El resultado de tan monstruosa transformación fue un ser que por algunos centímetros no alcanzaba los dos metros, capaz de caminar de forma bípeda o a cuatro patas, y 0que lucía un brillante pelaje gris a rachas pálido como la luna de invierno. Sus ojos ambarinos de pupila redonda, pero sin duda no humana, eran bien visibles tras un hocico repleto de dientes como cuchillos.

Clara era incapaz de entender lo que estaba sucediendo.

Tampoco era la primera vez.

Desde muy pequeña se había visto obligada a afrontar la confusión. No entendía por qué le compraban vaqueros en lugar de faldas, por qué tenía que entrar en el baño de los chicos, por qué sus padre se empeñaban en llamarle Lorenzo en vez de Clara. Más tarde, cuando fue creciendo, no entendía la razón por la cual le impedían maquillarse como hacían sus amigas, ni el motivo de la furia de todos al llamarla enferma o, lo que es peor, negar su existencia, su realidad, su ser.

Al desarrollarse aquel cuerpo extraño en el que le había tocado sobrellevar la vida se sentía ajena a él. Lo odiaba. Con el tiempo aprendió que odiar su cuerpo era odiarse a sí misma, que tenía que comprenderlo y perdonarlo, enfocarse en transformarlo. Por fortuna lo descubrió antes de quedar abocada al suicidio, como les ocurrió a otros en su misma situación.

Llevó a cabo la operación que todos llamaban "cambio de sexo" mediada su veintena, pero cuando creyó que se sentiría más feliz regresó la confusión, los reproches, y la intolerancia de su familia que la llevó a pensar que no encontraría aceptación en ningún otro lugar salvó en la infinita bondad divina. O, como poco, la soledad le brindaría algo de paz. Así fue como acabó en el convento.

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⏰ Última actualización: Jun 14, 2018 ⏰

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Clara y la luz de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora