No puedo dormir, ya nunca puedo. Mis ojos deambulan por la superficie de este cuarto de pensión barata, rastreando cada grieta de las paredes, cada mancha del techo. Detesto su color rancio, ese nauseabundo olor a humedad, a abandono.
Ella se ducha ahora en el baño. Oigo el sonido del agua caliente esterilizando su cuerpo. El sudor que he vertido sobre su piel desaparece como el deseo. Todo es líquido en la vida. El sudor, la saliva con que saboreé sus senos. La sangre y el semen que transportan por igual la vida y la muerte. Las lágrimas, la humedad del techo.
Necesito un cigarro. Pero el pantalón está demasiado lejos. ¿Por qué nunca dejo a mano el tabaco? Siempre me apetece fumar inmediatamente después de un polvo. Si ha sido bueno, para celebrarlo. Si ha sido malo, pues para olvidarlo. Maldito tabaco. Cuál de los dos dejará al otro primero. Ya ni siquiera siento su sabor penetrando en los pulmones. Soy una esposa hastiada dejándose penetrar sin ánimo por el marido. Sufro una violación idéntica cada diez minutos, aunque tampoco me quejo.
Me acerco a la ventana y miro a la calle sin la esperanza de encontrar una vista interesante. Abajo, el tráfico se arrastra lánguido sobre el asfalto. Abro la ventana pero inmediatamente tengo que volver a cerrarla. El calor y el ruido son insoportables. Alguien debería prohibir el tráfico en verano. O por lo menos los atascos. Los conductores desahogan su frustración con el pitido del claxon. Desesperados, se aflojan el nudo de la corbata y conectan la radio para que su sonido les haga algo de compañía. Pero siempre olvidan escucharla, igual que a sus esposas. Quizá para ellos una esposa sea, también, otro extra de serie.
En el baño, el sonido de la ducha ha cesado. Ella entra en la habitación con la mirada tímida. Se siente vulnerable, sabe que esa necesidad tan femenina de higiene después del sexo también encierra una necesidad de librarse del sabor a otro. La toalla rodeando su desnudez lo confirma. No es lo que podría llamarse una chica bonita, pero los dos actuamos como si no me hubiera dado cuenta. Acaricio su mejilla para hacerla creer que siento simpatía por ella. No es honesto, lo reconozco, pero tampoco hace daño a nadie. Se abraza a mí, apoyando la cara sobre mi pecho, el bello no parece molestarle. Cierra los ojos y sonríe exhalando un suspiro. Busca cariño aun a sabiendas de que no nos importamos.
Mis labios forman una chimenea que exhala una densa nube de humo blanco.
–¿Siempre fumas tanto?–, pregunta inocente, sin despegarse de mi pecho.
–¿Quieres que lo apague?
–No hace falta– y vuelve a cerrar los ojos de nuevo.
Es muy joven, aunque no sé exactamente cuánto. Pienso cómo serán sus padres, si la esperan hoy en casa. Si imaginan que acaba de acostarse con un hombre mucho mayor que ella. Si la conocen realmente. Pero qué padre conoce de verdad a sus hijos. Y qué hijo se preocupa de conocer a sus padres. Sólo saben que el amor que sienten los unos por los otros es lo que les separa. No es la diferencia de edad, ni de sexo, ni de opinión; lo que de verdad separa a la gente es el amor. El amor asfixia, nos consume por dentro. Igual que el tabaco. No entiendo esa obsesión por prohibir el tabaco y exaltar el amor, si son la misma cosa, el mismo veneno. Las mujeres lloran más que los hombres porque son capaces de amar más que nosotros. También se dice que fuman más. Si un hombre pudiera amar tanto como una mujer, lloraría tanto o más que ellas. Yo hace años que no lloro. Será porque he olvidado cómo se ama.
El pelo de la chica sigue mojado, huele a jabón barato que marea. Tengo que salir de aquí.
–¿Por qué no te vistes y vamos a comer algo?
–Si pagas tú, vale –responde–. Yo no tengo un duro.
Nunca he conocido a ninguna jovencita que se acueste con tíos mayores y que tenga dinero, o reconozca tenerlo. Decido invitarla a un filete en el bar más cutre que encuentro. Porque no es que la niña se haya ganado una cena en el Ritz precisamente, ni tampoco hemos follado tanto.
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