Mis párpados pesan, e impiden ver al policía que tengo al frente remover su papeleo. No hay mucho en este pálido cuarto: Banderas nacionales, un escritorio apolillado, un viejo computador y una rendija por donde se oyen pasos presurosos; sin ventanas, sin tanto oxígeno.
El oficial me habla una vez, me habla dos veces; la tercera vez contiene más fuerza y logra desprenderme del recuerdo. Su rostro moreno luce plagado de agujeros tan profundos; no sé por qué me repugna, me repugna más que su nariz de garfio o la negruzca cicatriz en forma de clavo que le divide la frente. Sobre su uniforme raído, vibra un rosario celeste.
Me dice que no esté aterrado, y lo dice con burla ya que sonríe mostrando su diente de plata. Pregunta si puedo sentir mi rostro, mis labios, mis ojos o mis costillas; quiero responderle, pero este temblor no me deja respirar con normalidad, además, en mis turbaciones aparecen dos ojos en forma de perlas, perlas negras y brillantes, tristes y vacías, que me absorben a una penumbra caótica.
De nuevo el hombre grita que conteste lo que pregunta, desprendiéndome una vez más de mis pensamientos. Reacciono y lo hago.
Duele, la hinchazón de mis ojos duele, los imagino morados; más abajo, el líquido partido que expulsa mi labio partido se va secando, luego de pasar mis yemas por encima de este, las veo rojas. Mi sangre me enferma, sin embargo, mezclada con una ajena me enferma más, me da nauseas. ¿Lo soy? ¿Soy un asesino?
Toso muy fuerte como si recuperara la vida; aunque la desmerezco. No veo mi mochila cerca, llevaba ropas viejas en ella, aunque ahora ya no importa. Quisiera saber si algo realmente importa en este momento, sin embargo, mi mente persiste bloqueada, obstruida por un llanto que rebota dentro, y duele más que mi rostro magullado.
Alguien acaricia mi cabeza por detrás, no sé por qué pienso en Madre, después me avergüenzo: Es otro policía.
Me interrogan. Piden mi nombre y no contesto, piden mi edad y no contesto, entonces piden saber lo que pasó, y esta vez mi pecho quema con intensidad. Mis ojos se abren enérgicamente, los oficiales alzan las cejas. Esperan. Yo también espero, recopilo, me pongo ansioso, qué pasó, qué pasó... ya sé que pasó, o al menos tengo una ligera noción de saberlo.
Froto mis manos y la sangre se disuelve, dejándolas oscuras y pegajosas. Les digo a los policías que voy a empezar con mi testimonio, sus expresiones cambian, me demoro y uno de ellos golpea el escritorio. Ya estoy a punto, denme un segundo más; no lo conceden y golpean de nuevo la madera. Presiento que sí, que ya puedo.
Detengo un tercer golpe alzando la mano, los observo asintiendo con la cabeza. La silla en donde estoy resulta más fría. Ahora abriré la boca, y las palabras saldrán por si solas.