Vacía

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Entras al baño, tan oscuro como siempre.

Entre los segundos en los que enciendes la luz y cierras la puerta recuerdas como el baño era la habitación que más te daba miedo cuando eras pequeña. Justo al final del pasillo, tal como en las películas de terror. Sonríes ante esa coincidencia.

Pero inmediatamente la borras.

No puedes sonreír, no quieres sonreír. No tienes energías suficientes para ello.

Detallas el baño como nunca lo habías hecho antes, tal ves para distraerte o para perder tiempo. De todos modos, sabes que a pesar de vivir con 5 personas más en la casa tienes todo el tiempo del mundo para bañarte; aunque no quieras hacerlo.

Por instinto propio más que por deseo, te miras en el espejo. Y allí, te rompes. Aunque ninguna lágrima es capaz de salir.

El morado en tu pómulo derecho sigue allí tal y como lo imaginaste, pero no creías que fuera tan vistoso como ahora lucia. Tu nariz y la piel alrededor de tus labios sigue roja a pesar de que no lloras desde hacia algunas horas. Tratas de ignorar tu labio inferior aunque rastros de sangre aún quedan en él.

Pero tus ojos... tus ojos ya no son los mismos. Te sorprende lo muertos que lucen, sin el brillo natural que solían tener.

Sin el brillo natural que solías tener.

Agradeces el hecho de que no sea un espejo completo, porque así evitas el mirar tu cuerpo.

Tu mirada te abruma de tal modo que volteas la cabeza hacia otro lado, intentando distraerte con la cortina de caracoles que divide la bañera de el resto del baño. Tal ves ese pequeño cangrejo sonriente en la esquina de la cortina te ayude a mejorar tu animo.

No funciona.

Comienzas a quitarte la ropa holgada que te ofrecieron en la estación de policía. La camisa, los zapatos y el pantalón; los lanzas a la esquina del baño sin ánimos de doblarlo.

Sabes que no tienes nada más que esas tres escasas prendas, así que te diriges al vater a orinar antes de entrar a la bañera. Tratas de sentarte con cuidado, pues sabes que aún te duele todo el cuerpo, pero en gran mayoría tus caderas.

Orinar, una necesidad básica del ser humano, se convierte en una odisea. Decides no limpiarte. De todos modos, ya vas a bañarte, allí te limpiaras mejor. Aunque solo estarías posponiendo lo inevitable.

Intentas pararte para entrar en la bañera, pero la falta de energía y el dolor te detienen, volviendo a caer sobre el vater con un quejido de dolor. La impotencia corre por tus venas. Pero debes ser paciente. Lo sabes, eso te dijeron.

Esta ves, sosteniéndote del lavabo, usando la poca fuerza que te queda en los brazos, te levantas y entras en la bañera.

Listo, ya estas adentro. Pero aún sigues sin querer mirar hacia abajo.

Abres la regadera con cuidado intentando que el agua primeramente helada no caiga sobre ti. Para ello, te alejas un poco.

Cuando el agua ya está en su debida temperatura -caliente por preferencia- te posicionas nuevamente bajo la regadera, dejando que el agua corra con suavidad sobre ti. Primero el cuero cabelludo, y por inercia, tu pelo. Luego tus hombros, tronco, piernas y pies. De último pones tú cara. El agua se siente bien, suave y pura contra tu piel.

Esperas que, como todo el mundo te dijo, mejore tu humor. No lo hace.

Tomas el jabón en barra medio gastado de tus papás y comienzas a restregarlo en tus manos, buscando espuma con la cual limpiarte. Cuando lo consigues, comienzas a limpiarte del mismo modo en el que cayó el agua: cabeza, hombros, tronco, piernas y pies; exceptuando tu cabello.

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