La danza, como la vida, fluye sin ser cuestionada, existiendo en su propio ritmo. No hace falta entenderla para sentirla, porque cada paso es una forma de crear, de conectar con algo más allá de lo tangible. Pero cuando esa pasión se pierde, cuando el cuerpo ya no responde al llamado del movimiento, todo lo que queda es un vacío. La chispa que alguna vez iluminó el camino se apaga, y con ella, la vida misma parece detenerse.
Pero, ¿qué sucede cuando esa danza se apaga? Cuando el cuerpo ya no responde a la pasión que lo guiaba, el vacío se hace palpable. Sin ese latido interno, sin la creación constante de un nuevo universo, lo que queda es un cuerpo inmóvil, atrapado en la monotonía de la existencia. El alma pierde su voz, y lo que antes era una búsqueda de los límites del ser, se convierte en una trampa, en un espacio donde la felicidad y la angustia se desvanecen, dejando solo el eco de la muerte.
Serena solía ser el centro de atención, la joven promesa que llenaba los escenarios con su talento natural. Sus movimientos eran poesía en acción, una melodía que tejía universos a cada paso, un reflejo de una vida llena de posibilidades. Bailar no era solo una habilidad, era su esencia, su forma de existir en el mundo. Y sin embargo, todo cambió en un instante.
El accidente no solo dañó su cuerpo; rompió algo más profundo dentro de ella. Las luces se apagaron, los aplausos se desvanecieron, y lo que alguna vez fue un vibrante torbellino de emociones se convirtió en una calma forzada, en una quietud que la alejaba de lo que más amaba. Serena dejó de bailar, y con el tiempo, dejó también de sentir.
Los días se volvieron grises, y los atardeceres, que antes le inspiraban coreografías en su mente, ahora solo eran el eco de una pasión perdida. El dolor físico fue un recordatorio constante, pero el verdadero tormento vino de la falta de propósito, de la sensación de estar atrapada en un cuerpo que ya no escuchaba la música de su alma.
Perder la danza no es solo perder el movimiento; es perder la vida que fluía en cada paso, la chispa que iluminaba el camino. Es el alma que se apaga lentamente, condenada a la quietud. Sin esa pasión, el ser humano queda reducido a un mero espectador de su propio cuerpo, atrapado en un ciclo de días repetitivos y vacíos, donde la muerte no es un final, sino una ausencia prolongada.
Porque, ¿qué somos sin el arte de vivir, sin esa llama que transforma cada instante en poesía? ¿Qué somos cuando perdemos aquello que da sentido a nuestra existencia?
© rashomons

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Serena: la melodía de un atardecer
RomanceAyudar a una persona es darle alma propia. Serena solía ser una estrella. El escenario era su hogar, y el ballet, su vida. Pero tras un accidente devastador que le arrebató a su madre y dejó sus piernas marcadas para siempre, el brillo de los reflec...