Plagas

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Todo comenzó con un niño que no dejaba de vomitar.

Holly White, una joven chica británica de cabello rubio, piel pálida y ojos azules, decidió un día abandonar la universidad para unirse a los grupos de salvación que prestaban ayuda a las tribus más afectadas de África, donde vivían personas de color que no tenían ningún contacto con el mundo moderno; vestimentas tradicionales coloridas, chozas hechas de hojas y ramas, mujeres con los pechos descubiertos y niños desnudos corriendo de un lado a otro era lo que le esperaba a la entusiasta chica.

Holly era sumamente creyente de la palabra de dios y todo lo relacionado al cristianismo; al tomar dicha decisión, ella lo justificó como la acción "más cristiana". Y así, la chica estudió los dialectos nativos de África durante casi un año y se embarcó en una aventura de varios meses para ayudar a las personas a las que dios les había dado menos.

Y de pronto estaba parada dentro de una choza, viendo a un pequeño niño africano agonizar ante lo que parecía una enfermedad que lo destrozaba por dentro. El pequeño tenía varios días en los que había presentado síntomas como alta fiebre, vomito constante y la aparición de pequeñas erupciones rojizas en su morena piel.

Ella, en compañía de la madre del niño y otros miembros de la aldea, lo miraban con preocupación y tristeza. Sin embargo, Holly, quien había vivido una vida llena de lujos y sin ninguna clase de tragedia, a comparación de las personas de la aldea que intentaba ayudar, jamás había presenciado algo similar. Su cabeza simplemente no lograba comprender lo que pasaba, así que salió de la choza y caminó hacia otra, haciendo lo que hace la gente cristiana cuando no entiende algo o no sabe qué hacer en una situación: rezar.

La chica de 21 años entró a otra pequeña choza en la que había acomodado algunas velas, hojas en el suelo y una cruz de madera. Aunque le dijeron que no lo hiciera, Holly se las arregló para crear una especie de capilla, ya que la idea de estar en un lugar sin dios la enloquecía. Cuando los aldeanos le preguntaron lo que significaba la capilla, Holly les dijo que era un lugar en el que podía comunicarse con su dios.

De rodillas ante una improvisada cruz de madera, Holly rezaba y pedía ayuda para el pobre niño cuya enfermedad misteriosa parecía estar en aumento. La chica permaneció rezando varias horas.

Pasaron los días y la situación parecía solo empeorar. Ya no era solo un niño, si no varios y algunos adultos los que presentaban los mismos síntomas. Altas temperaturas que hacían que su piel ardiera en calor. Bañados en un sudor en extremo frio, el único movimiento que podían hacer era voltear la cabeza para vomitar a un lado de donde estaban acostados. También padecían severa diarrea y las mismas marcas rojizas aparecían en la piel de todos.

Holly, en compañía del resto de la aldea que no estaba enfermo, no sabían que estaba pasando, ni tenían idea de cómo resolverlo. Cuando la dejaron sola en aquella aldea, la asociación para la cual se enlistó le dio un teléfono satelital para que se comunicara en caso de cualquier emergencia. Después de marcar y contar la situación, se le dijo que no había doctores disponibles y que tendría que esperar alrededor de cinco días para que llegara un equipo a asistirla. Aunque preocupada, ella no perdió la esperanza y se encomendó una vez más a su dios.

Dos días más tarde, temprano en la mañana, uno de los pequeños de la aldea despertó a Holly. El pequeño gritaba alterado y jalaba a la voluntaria para que lo acompañara. Apresurada, la chica fue para ver que ocurría. Al salir a de su choza lo vio. Dos de los adultos que estaban enfermos habían salido del lugar en donde los tenían en algo parecido a la cuarentena. Ambos parecían cadáveres vivientes. Sus delgados cuerpos llenos de urticaria roja estaban bañados en sudor y se estremecían con violentos temblores. Sus miradas vacías y sus expresiones de agonía hicieron que a Holly se le helara la sangre, entonces ocurrió. Ambos comenzaron a vomitar chorros de sangre. Enormes cantidades de un líquido rojo oscuro salían de sus bocas llenando la tierra y formando pequeños charcos. Después de un rato, ambos hombres cayeron al suelo, como si les hubieran arrancado la vida de un tajo.

Al ver esta escena sacada de una película de zombies, algo dentro de Holly comenzó a emerger. Era una preocupación que lentamente se convertía en miedo, miedo de terminar contagiada de aquella enfermedad y, de un día para otro, vomitar sus entrañas hasta la muerte.

Rápidamente corrió a la capilla y comenzó a rezar, tan fuerte como pudo. Ella ya no pedía por los aldeanos y su recuperación. En sus oraciones desesperadas, Holly le rogaba a dios que la sacara de ahí antes de que terminara de la misma manera.

Esa misma noche, dentro de su choza, un olor llegó de repente, despertándola. Era un olor intenso que parecía venir de todos lados. Cuando despertó por completo lo identificó; algo se quemaba.

Apresurada, Holly salió de su choza para ver que ocurría. Afuera, una de las chozas se quemaba de forma intensa. Rodeada de aldeanos con antorchas, la choza estaba envuelta en llamas amarillas y naranjas que se elevaban furiosas y lanzaban un rugido violento, y del interior salían ruidos que le llegaron hasta la medula. La chica, con la boca seca y los pies descalzos sobre la cálida tierra, se dio cuenta de que en esa choza, aquella que se quemaba de forma tan violenta, estaban las personas enfermas, las cuales, en ese momento, gritaban mientras se consumían en el fuego que reducía todo a escombro y ceniza.

La chica, aterrada, lanzó un desgarrador grito. Entonces los aldeanos voltearon a verla. Ella estaba paralizada, confusa, mientras lo que quedaba de la aldea caminaba de forma acechante hacia ella. De un momento a otro, todas las miradas estaba sobre ella; miradas furiosas similares a las de animales a punto de atacar.

Uno de los aldeanos, quien sujetaba una antorcha, le dijo que ella tenía la culpa, que ella había permitido que otro dios pisara sus tierras y que sus propios dioses estaban molestos, por eso les habían mandado una maldición, por eso su gente moría en lenta agonía atacada por la plaga que los dioses enojados habían arrojado. Ahora ella y su dios invasor tenían que ser sacrificados para obtener el perdón de sus deidades.

Al principio no lo creía, aquellas palabras simplemente rebotaron como si las hubieran arrojado hacia una pared, pero aquellas miradas que brillaban con la luz de las antorchas, aquellas expresiones llenas de odio, un odio puro y sofocante, la hicieron reaccionar. Corrió tan rápido como pudo bajo la calurosa noche africana hasta el lugar en el que, por alguna extraña razón, se sentía más segura, con africanos furiosos tras de ella.

Dentro de la choza que usaba como capilla, se puso de rodillas, y con ambas manos entrelazadas y los ojos cerrados, ella empezó a balbucear- el señor es mi pastor, nada me falta...- entonces vino un silencio. No había pasos que la persiguieran, ni gritos que la maldijeran, solo un sepulcral silencio. Cuando el humo apareció, supo lo que pasaba. Las llamas se elevaron al instante, consumiendo todo, y mientras aquel fuego estaba a punto de devorarla, ella observó fijamente, con ojos llenos de lágrimas, aquella cruz improvisada hecha con ramas chuecas, preguntándose si dios la había abandonado ese día.

Fuera, los aldeanos veían como aquella construcción que jamás debió existir en sus tierras, se convertía en cenizas y humo negro que se elevaba como una ofrenda de perdón a los dioses que habían ofendido. Entonces vinieron los gritos. Holly ardía envuelta en unas llamas que calcinaban su carne tan rápido como a las ramas de las que estaba hecha su capilla. Unos desgarradores gritos de dolor que se escucharon por toda la pradera ante las miradas serias y furiosas de aquellos a los cuales ella, ingenuamente, había ido a ayudar.

Plagas.Where stories live. Discover now