Primer Acto

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 Al principio mi color favorito era el azul, desde que recuerdo usaba todo tipo de cosas color azul: Camisetas y jeans, zapatos, medias y hasta ropa interior. Tenía un reloj de mano, que de no ser azul no me lo habría puesto jamás, pues detesto los accesorios para las manos, ya sean pulseras o manillas, incluso las que se podrían considerar importantes de alguna forma.

Cuando era tan solo un niño de cuarto de primaria conocí a un chico de quinto y nos hicimos muy buenos amigos. Teníamos infinidad de intereses en común, desde los gustos musicales hasta las caricaturas, incluso una niña en particular nos traía locos a los dos. Pero eso no fue un inconveniente, pues acordamos, en muy buenos términos que ninguno de los dos haría nada para conquistarla. Pasábamos casi todo el tiempo juntos, él en mi casa o yo en la suya, en la media hora de descanso en la escuela o por ahí, con los videojuegos.

Cuando se acercaba el final de aquel año él se preparaba para su graduación —La cual fue con honores y todo tipo de reconocimientos académicos— Y así, como era obvio se preparaba para dejar nuestra escuela y continuar sus estudios en un buen colegio. Yo me sentía ya tan solo como sabía que iba a estar. Si bien eso de hacer amigos no era realmente un problema para mí, nunca había visto a los otros chicos como más que compañeros de estudio, o de juegos, pero nunca amigos, no como él.


Después de la ceremonia nos encontramos afuera de la escuela y fuimos a jugar un rato. Me tenía un regalo de despedida. Era "una pulsera de la amistad", me dijo, pero no era azul. No le dije cuánto me molestaban este tipo de cosas y me la guardé en un bolsillo diciendo que allí estaría más segura, y aunque en su cara se notaba cierta expresión de confusión no protestó, y volvimos a nuestro juego.

«Es un regalo de despedida, me voy» dijo de nuevo y yo le dije que lo entendía, y que sólo perderíamos el descanso de la escuela, que podíamos seguir jugando en las tardes o cuando tuviéramos tiempo. Pero apenas diciendo esto él suspiró y supe que las cosas eran un poco más complicadas. Me confesó que no sólo dejaba nuestra escuela, sino que dejaba también la ciudad para ir a vivir con su papá. Por eso me dejaba aquella pulsera y esperaba que la usara, para recordarlo. Esto me molestó mucho y quise irme de allí, sin un adiós, ni nada. Pero no lo hice, así como nunca me puse aquella pulsera. Esa tarde fue la última tarde que los vi, a él y a la pulsera. Pues no era azul y no pensaba ponérmela ni quedármela.

Cuando era chico era un chico bastante normal, quiero decir, era como los otros chicos. Jugaba y disfrutaba, y hacía todas esas cosas de chicos. Tenía sueños también, aspiraciones. Yo, por ejemplo quise ser doctor por un tiempo, un par de años cuando mucho, pero entonces ya había cambiado de parecer y quería ser otra cosa, un bombero quizás, o un policía. Pero nunca un ladrón porque me asustaba la idea de que me pudieran atrapar y lincharme. Era un buen estudiante, eso no se puede negar, pero también terriblemente inquieto. Me ganaba castigos en la escuela y en casa, por supuesto. Rompía una ventana "por accidente" ocasionalmente, como todos los otros chicos.

Recuerdo cierta navidad en que los vecinos habían decorado la cuadra extendiendo sobre los techos una gran tela negra, o algo por el estilo, de la que colgaban estrellitas plateadas y lucecitas de todos los colores. Una de esas noches estábamos en el extremo más alto de la cuadra, todos los chicos. Lanzábamos limones y naranjas por encima de aquel firmamento ficticio que rodaban y rodaban hasta el techo de la casa de Inés, que vivía en la última casa de esa calle inclinada. Esto era cosa de todos los días, pero aquella vez, yo iba cargado con un paquete de velas. En ese momento encendí una y fue a parar directamente sobre la tela negra. Reímos al principio, y no contábamos con lo que era obvio. La llama abrió un pequeño agujero, lo suficiente para que la ésta cayera, justamente sobre la cabeza de Carmen, la vieja más fea que había visto y que nos odiaba, en especial a mí, pues alguna vez sin intención maté un par de sus gallinas regordetas. No tuvo más opción que cocinarlas antes de tiempo. Me gané un fuerte castigo en casa, aunque siempre que pensaba en eso me sacaba una gran sonrisa. Maldita vieja bruja. Lanzó un grito como de batalla y corrió calle arriba inventando insultos para nosotros, pero para cuando llegó ya no estábamos ahí, era bastante rápida para ser tan gorda, pero no lo suficiente.

El hombre que veía a blanco y negroWhere stories live. Discover now