I Rosette Cobalet

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Un muy dulce y reconocido aroma inundaba cada centímetro del aire de la habitación donde, muy profundamente, dormitaba la joven Madame Cobalet. Lentamente, el aroma penetró las fosas nasales de Madame Cobalet. Eso bastó para despertarla.

Se deshizo de sus cobijas con tal rapidez que sorprendería a cualquier señor de alta casta de la Francia del delicado siglo XIX Rosette Cobalet se colocó con suavidad sus delicadas pantuflas de lana griega, salió de la habitación y se dirigió a la cocina.

Bajando las escaleras un pensamiento cruzó la perturbada mente de la dama: « ¿Por qué, en nombre de todo lo santo, lo hice?».

Una vez abajo, en la entrada de la cocina, Rosette sintió una horrible sensación. Un escalofrió, quizá. O quizá era algo más. Su padrastro, sentado a la mesa, leía el periódico Truffier, edición 18 de enero del 1814. Su madre, al contrario, descansaba, también sobre la mesa, con la cabeza gacha oculta entre sus agobiados brazos.

Sobre la estufa encendida se encontraba posada la tetera con agua caliente mientras que unos pequeños trozos de panes horneados con mantequilla untada por encima reposaban sobre un plato en la mesa. El aroma de la mantequilla derretida era lo que había despertado a Rosette aquella mañana.

-Ehm, buenos días, padre, madre. ¿Descansaron placenteramente? –saludó Rosette, acercándose con parsimonia a la mesa. Su padrastro no desvió la mirada del periódico, pero su madre, al oír la voz de la muchacha, reaccionó casi instintivamente:

-Rosette Victoire Cobalet, ¿Por qué osas dirigirnos siquiera la palabra si no es para disculparte por tu vulgar comportamiento de anoche?

Rosette se detuvo por completo, sintiéndose tentada a replicar. El gesto de su madre fue más que suficiente para que la muchacha permaneciera totalmente callada.

-¿Cómo esperas que tu padre y yo nos repongamos luego del desastre en casa de los Busier? –continuó Madame Fidelia Cobalet. En su mirada se notaban más tipos de ira de los que Rosette siquiera sabía que existían–. Y bien, jovencita, ¿tienes planeado disculparte?

Rosette dudó. La noche anterior había sido demasiado turbia y sus pensamientos no se alineaban con sus recuerdos.

Recordaba solo partes de la noche: su llegada a la casa de los Busier, parte de la cena y la conversación sostenida con los mellizos Eliza y Jonathan Busier. Los tres jóvenes veinteañeros se hallaban sentados en un sillón de uno de los tantos pasillos de la mansión de los Busier, con un trío de copas llenas de vino. El ambiente era perfecto para que alguien con los talentos de Rosette arruinara la velada.

-Que sommes-nous partis?! –dijo Eliza, zarandeando a su hermano y salpicando parte del vino sobre él– No puede quedar solo así, Jonathan. Rosette está aquí como testigo, así que ella decidirá.

-¿¡Qué!? No, no, no, por favor –replicó Rosette, levantando su copa y tomando un pequeño sorbo de vino– ¿Por qué yo? Yo no tengo nada que ver con eso.

-Rose –comenzó Jonathan–, sabes que ansías hacerlo. Sabes además que lo que nuestros padres hacen no es normal. Es una herejía.

Rosette no sabía siquiera que hacer. Jonathan y Eliza, por su parte, tenían mucha razón; sus padres serían considerados herejes en el más alto sentido de la palabra si sus actividades, consideradas ilícitas por la Iglesia, salían a la luz. Pero, por más que Rosette considerara malo lo que sus padres hacían, lo que ella era y lo que planeaba hacer a sus padres y a los honorables Madame y Monsieur Busier no era más que otra blasfemia.

-Entonces, Rose –dijo Eliza, acabándose su copa de vino–, ¿Lo harás o no?

-No lo sé, Eliza, Jonathan –Rosette soltó un largo suspiro, reacomodó sus ideas y continuó–: Miren, los tres sabemos que lo que nuestros padres hacen nunca será aceptado por la sociedad, o correcto, pero ¿quiénes somos nosotros para juzgarlos?

Saga Colegios Mágicos I - Ilvermorny: La Pluma de Snidget (Pausada)Where stories live. Discover now