Prólogo.

452 20 13
                                    

En las entrañas de un pequeño bosque en dónde el silencio imperaba durante las cuatro estaciones del año, una mujer recostada sobre el cuerpo de un hombre, escuchaba el lento repiqueteo de las gotas que se precipitaban de un cáliz dorado al suelo.

Los tristes ojos de Alana contemplaban el rostro de Gerión. Su característica tez morena se tornaba cada vez más pálida.

Se está empezando a levantar viento —dijo la mujer con pesar en la voz.

Tan solo es una leve brisa —la tranquilizó el hombre dulcemente—. Nada por lo que alarmarse.

Mientras Gerión hablaba, acariciaba suavemente el cuello de Alana. La cálida piel de la mujer contrastaba con los fríos dedos que la tocaban. Alana agarró la mano que reposaba sobre ella, y rompió a llorar desconsoladamente. Al escuchar sus llantos, Gerión torció el gesto en una mueca de dolor.

Alana, mi dulce Alana. No derrames lágrimas por aquello que es inevitable —la voz de Gerión era apenas un murmullo. Hablaba con los ojos cerrados, demasiado débil para siquiera mantenerlos abiertos. Sentía que sus fuerzas lo abandonaban por momentos.

Es tan grande la tristeza que siento, Gerión... —dijo Alana mientras recorría los largos dedos de Gerión con los suyos. Sus manos eran fuertes y delicadas, creadas sin duda con el propósito de amar a una mujer.

No debes sentir pena. El mundo posee demasiada belleza como para estar triste. Observa este bosque.

Alana contempló el bosque con ojos vidriosos. Era una bonita tarde de verano, o la habría sido de ser otras las circunstancias que allí acontecían. Al mirar hacia arriba, pudo ver como lo que parecían unos azores se posaban sobre las copas de los gigantescos árboles. No estaba del todo segura si eran azores. Si le hubiera preguntado a Gerión, este lo habría sabido. Le hubiera explicado cuál era el hábitat de aquellos pájaros, de qué se alimentaban y como era su cortejo. Le habría dicho que, a diferencia de lo que cree la gente, existen trece clases de cotorras y no diez. Pero Alana no se lo preguntó. Gerión estaba demasiado débil como para hablar de aves. Al mirar hacia la izquierda, observó el silencioso batir de las alas de las mariposas. La hierba se balanceaba suavemente contra ellas, y estas esquivaban con astucia los ligeros golpes. Por último, miró hacia la derecha. Un escudo apoyado sobre un tronco caído intentaba inútilmente camuflarse con el mismo. Era un escudo grande de madera, antiguo, en el que estaba tallado el símbolo de la espada que Gerión blandía desde los catorce años. En el destacaban cinco tajos que se hundían con profundidad en la madera. Al verlo, Alana sonrío casi con nostalgia, y durante un momento, las lágrimas pararon de llenar sus mejillas.

Eres el mejor de los caballeros —al pronunciar esas palabras, Alana se hinchió del orgullo propio con el que una enamorada habla de su amado.

Si eso fuera cierto las condiciones en las que me encuetro serían muy diferentes —una leve y cansada sonrisa cruzó fugazmente su rostro. Parecía como si estuviera recordando algo.

La sonrisa que había poblado el gesto de Alana durante un breve instante, se esfumó con la rapidez de un relámpago.

Lo siento tanto —susurró Alana, emocionada, con temblor en la voz.

No ha sido culpa tuya. Soy el único responsable de mis actos, y sólo yo debo responder ante ellos —sentenció Gerión.

Pero si no hubieras venido a buscarme... —dejó la frase incompleta, como si las palabras en las que estaba pensando fueran demasiado dolorosas como para ser pronunciadas.

... sería el hombre más desgraciado del mundo. Voy a abandonar este mundo sabiendo lo que se siente al amar a una mujer. Y todo gracias a ti —Gerión siempre hablaba con adoración cuando las palabras que salían de su boca estaban dedicadas a su querida Alana.

Se quedaron en silencio. Alana cerró los ojos y evocó el frío lugar al que pertenecía. Recordó a aquel caballero extranjero que se le acercó en la Noche de la Decadente Luna. Y recordó la facilidad con la que se había enamorado de él. Ahora, aquellos recuerdos eran ya lejanos viajeros. Poco a poco y con las caricias de su amado, fue relajandose cada vez más y más, hasta que al final, el sueño la envolvió con la suavidad del beso de una madre.

La leyenda de Alana y Gerión ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora