Capítulo I

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Cuando abrí los ojos, los primeros rayos de sol iluminaban el suelo de la habitación. Tenía sueño, pero escuché el canto de unos pájaros en un árbol cercano a mi ventana. Decidí asomarme. Aparté la cortina y saqué la cabeza hacia el lado derecho del marco. Vi a dos pajaritos con brillantes plumas azules, pecho blanco y un reluciente pico naranja. Estaban sobre la rama del árbol más alto del jardín. ¡Habían puesto un nido! Además, junto a mi ventana. De pronto me ilusioné aún más, al ver que uno de los dos pájaros estaba sentado sobre unos pequeños huevos grisáceos. No sabría decir si eran tres, o quizás cuatro. Cómo mucho cinco. Quería saber que aves eran aquellas. No se parecían a las palomas que solía ver cuándo iba a comprar pan y chocolate con Valentina. Ni tampoco al loro que trajo papá hace dos años. De hecho, ni siquiera me recuerda a aquellos pájaros con enormes picos que vi en el zoo con la tía Martina. Decidí preguntar a algún mayor que clase de pájaros eran aquellos. Quería ponerles nombre, pero antes debía saber qué eran. Bajé corriendo las escaleras, giré a la izquierda y entré al cuarto de pintura de mamá.

— ¡Mamá, mamá!

— Carol. Deberías llamar antes de entrar.—Suspiró.

Mi madre solía ser muy educada. Casi podría decirse que le preocupaban más los modales que divertirse.

—En la ventana, arriba, ¡Hay un nido! Son dos pájaros blancos y azules. ¿Sabes qué son?

—Pues...-se tocó la barbilla y alzó la vista, a la vez que entornaba los párpados.—La verdad, ahora mismo me has cogido un poco ocupada. ¿Por qué no le preguntas a papá?

Mamá nunca tenía tiempo para mí. Ni siquiera para salir de esa habitación.

—¡Vale!

De nuevo, salí corriendo escaleras arriba y olvidé cerrar la puerta a mamá. Por eso oía gritos, supongo.
Al llegar al pasillo que conectaba con el despacho de papá, me resbalé con una gran alfombra roja de terciopelo. Siempre había odiado esa alfombra.

— Oh, la pequeña Carol, llevo un buen rato buscándote — la pomposa voz de Valentina se acercaba a mí, lenta pero firmemente.

—Valentina, ¿Sabes dónde está papá?—me giré en el suelo a la vez que hablaba para poder mirarla a los ojos.

—El señor salió temprano esta mañana. Una llamada urgente de la empresa según le dio tiempo a explicarme.

—¿Hoy también? Se suponía que los jueves era el día de ir al parque.—Me sentía muy triste.

—Lo siento señorita, será otro día. Su padre tiene que trabajar mucho. —Sonreía tratando de animarme. Ella siempre era muy buena conmigo. Pero a veces no me entendía.

—Bueno, ¿Y podría ayudarme usted? Hay dos pájaros y...—me interrumpió.

—Lo siento, pero su padre me ha encargado preparar la casa. Esta tarde vendrán a visitarla sus tíos de la ciudad y todo debe estar impecable. Aunque quizá debería empezar por usted. ¿Cómo se le ocurre salir descalza?—Sonaba casi enfadada. Pero no lo estaba. Valentina nunca se enfadaba. Más bien estaba empeñada en que yo siempre estuviese guapa.

El resto de la mañana fue muy aburrido. Me limité a pasearme del baño a la habitación y de la habitación al baño arrastrada por Valentina mientras me peinaba y vestía. No me gustaba que Valentina me vistiese. Siempre elegía vestidos muy llamativos y ropa que picaba.
Además, trataba de hacerme trenzas, y era muy bruta con el peine.

—Baje a desayunar. Le hemos dejado todo en la mesa.
—No tengo hambre—afirmé, comenzaba a sentirme enfadada.
—Ya sabe cómo son las normas, señorita.—Era imposible que borrase esa sonrisa de su cara.
-Está bien...

Obedecí, bajé con desgana la escaleras y me senté en el comedor junto a mamá para desayunar.
Las conversaciones con mi madre no solían ser muy divertidas, siempre decía que debía ser más educada. O me hablaba de lo que había dicho tal o cuál vecina. Era aún peor si había visitas después. El desayuno se convertía en todo un entrenamiento intensivo. Como si la batalla fuese inminente. Posiblemente por eso prefería estar con papá. Él era como yo. Le gustaba divertirse. Aunque no le veía más de un par de veces por semana, si había suerte.

—¿Sabes qué debes decir cuando lleguen tus tíos?
—Sí, mamá.
—¿Sabes cómo debes sentarte en la mesa?
—Sí, mamá.
—¿Vas a portarte bien?
—Sí, mamá.

Y así, entre tostada y tostada asentía a lo que mamá me preguntase. A decir verdad, era lo único que podía hacer.

Al terminar el desayuno, me levanté tan pronto como pude y salí al jardín. En una casa tan lejos de todo y con tantas normas era difícil tener amigos, así que una de mis únicas diversiones consistía en salir fuera. Al menos allí hacia algo de sol, y era agradable sentarse en el césped. He de reconocer, también, que era divertido ver a la gente pasar.
Sin embargo, aquel día no me limité a broncear mi piel junto al porche. Algo me llamó la atención. Eran colores. Un destello, como un montón de luces. Una mezcla bonita y ordenada, pero a la vez ligeramente caótica. La colorida estampa provenía de un trozo de tierra visible, libre de césped y aislada por una fila de finos ladrillos grises. Junto a esta, se hallaba una caseta de madera blanca que, si se me permite divagar, parecía bastante inestable. No pude evitar acercarme. ¿Por qué nadie me había dicho que en mi jardín hubiese algo tan bonito?
Una vez estuve lo bastante cerca, quedé hipnotizada al ver una majestuosa plantación de flores, con vivos colores, brillantes pétalos y gotas de un regado reciente adornando la escena. Había rosas, tulipanes, petunias y un centenar más de especies.
En aquel entonces pensé que era lo más bonito que había visto. Quizá, a la edad de seis años no tiene mucho mérito afirmar  tal cosa. Sin embargo, hoy, con mi avanzada edad actual, continuo pensando que jamás he presenciado ni presenciaré una belleza como la de aquella mañana de verano.
Tras unos segundos observando, o quizá minutos, la verdad es que perdí la noción del tiempo, una voz masculina se alzó detrás de mí. No era papá. Eso puedo asegurarlo. Así que, de inmediato, me giré.

El próximo juevesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora