-¿Y ahora qué pasa, eh?
Me sentía profundamente adolorido tras cada patada que propinaba con fiereza. El blanco de la superficie había sido profanado por una peste de rojo intenso, la suciedad en la suela de mi bota terminaba de manchar aquella suavidad, y con cada golpe, más avergonzado me sentía de ser quien arruinara semejante belleza. De buen origen, buena imagen, y más confiable que ninguna otra.
Oh, sí, pobre camisa.
Llegado un cierto punto, el bulto de carne que se escondía tras ropajes similares a los míos se volvió irreconocible, y en mi mente se perdió toda imagen clara sobre mi buen amigo, Ludos. Aquella noche, sus asquerosos y retorcidos dedos pasaron de agasajar al vaso de cerveza que se encontraba frente a él, en nuestra mesa, en nuestro bar favorito, de nuestro barrio, y pasaron a tocar lascivamente a la muchacha que semanas atrás había cautivado a mis cinco sentidos, y oh hermanos, jamás sentiré ira de la misma forma que lo hice en aquel momento.
El sentimiento de cólera pronto se tradujo en brusca y casi injustificada violencia, el tipo de violencia que chicos como nosotros solían ejercer. Sin embargo, mi primera víctima no fue el buen Ludos, no, sino el único mendigo que se acercó a nosotros en todo el día para pedir limosna. Tras haberle deformado horriblemente su cara sucia y arrugada a base de rodillazos, observé a mi amigo respirar agitadamente y mirarme con ojos apasionados, como sólo se puede mirar a una persona en la que tienes plena confianza.
Y una hora después, se encontraba compartiendo suerte con el vagabundo echado sin cuidado tras la basura, en el costado del bar. Como si haberle roto todos los huesos de sus extremidades no hubiera sido poco, acomodados a los costados de sus piernas se encontraban su billetera empapada en sangre, falta de las varias decenas de libras que llevaba dentro, y su sombrero negro, idéntico al que yo solía llevar, con una foto de mi ansiada tomada discretamente mientras bebíamos en nuestro lugar especial.
Mientras caminaba rumbo a la zona adinerada de la ciudad, donde a disposición de los gamberros de clase media como yo se encuentran los parques más bellos y mejor cuidados, me puse a pensar en el destino de mis dos víctimas. El vagabundo parecía estar borracho cuando lo noqueamos, por lo que habría de ser alguien desinteresado y que no se preocuparía por un joven que había contribuido a romperle la nariz; por su parte, Ludos debía conocer bien su situación, pues casi hermanos éramos, y como tales, nos conocíamos profundamente, y no nos escondíamos nada: si me delataba, bueno... encontraría la forma de llegar hasta él. Reí con picardía.
Sin darme cuenta, me había pasado de largo del parque al cual deseaba ir, con vistas hacia el colegio femenino más popular de la zona. Incluso a altas horas de la noche, era posible que alguna niña deseosa de recuperar el dinero para la matrícula que había invertido en juergas se detuviera e hiciera más cálida la noche con un joven apuesto como yo.
Nunca me he vestido a la moda, francamente. Quien me hubiera visto en todo mi esplendor me hubiera llamado anticuado. Pero opino que ropas elegantes son las más apropiadas para la gente más ruin y juguetona, como yo, razón que pareció ideal para el bastardo de Ludos, a quien le gustaba imitarme. Con el tiempo, entendí que un regalo costoso y digno de ser presumido muchas veces viene envuelto en papeles baratos.
Todas mis expectativas reunidas camino al parque se vieron reducidas a un golpe en el pecho cuando una pequeña señorita se sentó a mi lado con cierta gracia, agitando la trenza cuidadosamente peinada. Sin embargo, sólo pude ver su cabello o sus ropas de reojo, pues mis ojos se dirigieron con rapidez hacia sus muslos, blancos como la nieve, cuyo color uniforme, me dije a mí mismo, me gustaría realzar con algo de sudor y agitación; sin embargo, el corazón me dio un vuelco cuando observé su rostro y me encontré con ojos negros y profundos clavándose en algún punto detrás de mi cabeza, mejillas sonrosadas, y una sonrisa infantil; aterrado, miré a sus pechos, y la falta de bulto alguno acabó de introducir miedo en mí: se trataba de una niña pequeña, no mayor de once o doce años.
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Dados de porcelana
Mystery / ThrillerLa arrogancia te lleva a cualquier lado, excepto hacia adelante.