Briseida

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Briseida

Nunkiní, "lugar en donde nace el sol", ahí vivía una chica de nombre Briseida. Era tan solo una adolescente de 14 años, campechana, luchadora, a quien el trabajo la hizo madurar, se levantaba de su catre incluso antes que el sol. "Pailadas" de agua helada en el huacal perlaba su cuerpo al madrugar. Después, caminaba danzando con su faldita de manta y vuelos, tempranito hasta el gallinero. Alimentaba su granja y recogía los huevos para vender. Vigorosamente estrujaba la ubre de la vaca, que le daría la leche para el sostén del hogar. Criaba cerdos y borregos. Era toda una ranchera, con el fruto de su trabajo lograba ayudar a su familia para sobrevivir.

La infancia de Briseida fue toda inocencia, hasta que un día sintió que su cuerpo comenzó a cambiar. Poco a poco se fue dando cuenta, descubrió en sus caderas una nueva forma de andar, la prominencia en su escote comenzó a llamar la atención y a tentar, libres, bajo la blusa raída, a medio abotonar, cada vez que recogía la fruta dejaba asomar sus senos y más. Su cabello largo cubría su carita curtida, ocultando unos ojos color azabache, sus dientes y labios combinaban perfecto dando a su boca una belleza sin par.

Los pies descalzos y callosos no eran impedimento para degustar con la mirada sus muslos jugosos. Caminaba y el viento coqueteaba con su falda, si tenías paciencia y algo de suerte, podrías esperar que se mostraran sus nalgas.

Él, tenía el cuerpo marcado. La fibra de su cuerpo se formó a pura fuerza de quintal, cargaba los sacos como quien sostiene a la amada al salir de la iglesia después de dar el sí ante el altar. Quemado por el sol, se volvió casi dorado, su pecho mitológico y sus brazos de deidad formaban un torso digno de alabar. Su cabello era negro, corto y maltratado, tenía una pequeña coleta que bajaba por la nuca, los vellos le cubrían sus piernas de sátiro. Para él, el uso de camisa era un pecado.

Eran amigos, crecieron juntos, una mañana fueron a la milpa, machete en mano y canasta al hombro, partieron temprano a ejecutar su labor, el calor del sol prometía partir las piedras, pronto el sudor comenzó a correr por sus cuerpos. El deseo fue rondándolos, él tomo la iniciativa, la visión del sudor acariciando el cuerpo de ella fue demasiado, se acercó tomándola por sorpresa, apretándola con sus fuertes brazos, sus bocas encontrándose por primera vez, ninguno lo había hecho antes, así que se besaron como se besan en las telenovelas, la única diversión que les permitía su mísera economía. Las manos se confundían al recorrer sus cuerpos, la pasión sólo les dio tiempo para levantarse la falda y bajarse el pantalón, su miembro como un machete le atravesó el vientre. El suelo ardiente sirvió de cama. El aire libre jugaba con sus cabellos, una embestida tras otras los hacia bramar. El sonido que hacían era como las de las bestias en pleno muladar. Le exprimía los senos como si de ubres se trataba, quería saber si también escurría la leche en ella. Las horas pasaron en un santiamén, la tarde caía, los dos terminaron extenuados, dormidos uno sobre otro. De esta manera, una vez entregada su pureza virginal, ella, la campesina, vio en los nueve meses siguientes su cuerpo volver a cambiar.

Otra madrugada más, se levantaba del catre pero esta vez era para pujar. En plena adolescencia desgranaba maíz y daba de amamantar, cantaba canciones de cuna. Nadie le explicó, fue la curiosidad, la picazón, el deseo que ganó, ahora a trabajar para su bendición.

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