*Única parte*

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En aquellos viejos días, donde México era abarrotado por la dominación del hombre y de todo aquel necio que promovía a la única ley, una tan funesta que era como vivir en prisión

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En aquellos viejos días, donde México era abarrotado por la dominación del hombre y de todo aquel necio que promovía a la única ley, una tan funesta que era como vivir en prisión. Era una cárcel de bocinas prejuiciosas y desalentadora para toda aquella que quería sentir la libertad de decidir, querer y hacer.

El rechinido de los caballos que galopaban en las calles de Zapopan atemorizaba a la tranquilidad del espacio. Sus pisadas golpeaban con ímpetu sobre los charcos salpicando por doquier. En la mañana de ese día, los pueblerinos no creían que algo tan vulgar y despreciable iba a ser demostrado ante todos. Donde esas mismas personas de lenguas sueltas desconocían que sangre inocente iba a ser derramada en las siguientes horas.

Luego de que las últimas gotas dejaron de descender de las nubes en un agudo y corto sonido, la multitud enloqueció. Los cuerpos se zarandeaba en el centro de Zapopan, los habitantes estaban atormentados por una absurda acusación. 

El caudal de murmullos no se comparaba a las terribles miradas críticas que se incrustaron en las puertas de la fiscalía y, seguidamente, recayendo en el débil cuerpo de la joven. Algunos detuvieron sus acciones, otros continuaron por necesidad pero ninguno era inocuo a los pensamientos feroces que arrebatan la dignidad personal.

 Una víctima de palabras injustas, condenada a un castigo imperdonable y despiadado; ella era tan solo una pobre bella flor que con sus pétalos podía dar mucho, que con su polen podía curar gracias a su valioso conocimiento, endulzar a todo corazón roto y aunar con su belleza. Flor de dulzura y calidez que fue corrompida por las oscuras almas que querían dominar.

A pie de la entrada del Convento de Nuestra Señora de la Expectación se encontraba una monja algo inusual que miraba la escena como toda una fiera, de mirada ardiente y labios tensos que callaban verdades, callaban palabras prohibidas. Se encontraba aquella mujer de gran inteligencia, que con sus manos de anciana escribieron los versos más bellos, ingeniosos y justos de la historia. Además, fue testigo de lo que tanto aborrecía y de lo que quería cambiar.

- ¡Señores escuchen lo que tengo que decirles! - exclamó el fiscal de gran capucha y atuendo negro sobre un alto tablado haciéndose ver entre la multitud andante. 

- Ustedes deben conocer el peligro que nos atenta día a día - gritó aleteando los brazos como un director de orquesta. - ¡Lo que el diablo hace a la pureza y como los vuelve en desagradecidos! - aúllo en furia sacando toda su dicción de los bronquios y luego dejándolo en cada rincón del trayecto.

 Todos los ojos curiosos se centraron en la doncella sin título que se encontraba sobre el lomo de una mula, las pesadas pisadas del animal provocaba que la escena sea más lamentable y vergonzosa. El animal caminaba por la pasarela de las burlas hasta acercarse al hombre abominable pero respetado solo por su posición y cercanía al virrey. El pobre entregaba, inconscientemente, a una niña pura al martirio de un hombre que no sentía piedad. Las gotas rojas se resbalaban por la piel sucia de ella dejando caminos débiles, caían como un zafiro en un intenso brillo pintando a la palidez de su monotonía. Las marcas en su desnudo cuerpo testificaban la represalia de sus últimos recuerdos.

Reglas que matan luzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora