Andando iban cogidos de la mano, una parejita de ancianos; era ya de noche y la escarcha de otoño empezaba a posarse. No había nadie en la calle, solo algunos coches aparcados en una calle larga y solitaria y la pareja de ancianos caminando a paso firme por la negrura entre farola y farola. A su derecha se encontraba la ciudad: calles laberínticas y luces blancas entre la infinitud de la vista; a la derecha desierto, un bosque lleno de desolación y oscuridad cegadora, imponente a cualquier visitante con agallas para entrar.
La pareja frenó, uno de ellos oyó algo de entre la oscuridad frondosa de la arboleda. Preocupados estaban de lo que pudiera surgir.
Ojos luminosos y mandíbulas se divisaron entre la oscuridad; una pareja de lobos acechaba a los ancianos. Paralizados éstos, esperaron el destino que habían buscado los lobos y sin duda conseguirían. Agarrados, los ancianos no se movieron lo más mínimo y los lobos se abalanzaron sobre ellos.
Una pareja de muertos, otra ensangrentada por la sangre del enemigo. Sin duda alguna, así lo quisieron los lobos; pero pobres de ellos en el momento en el que decidieron atacar.
La pareja de ancianos tuvo que tirar los abrigos a la basura, pues la sangre de lobo no es fácil de quitar.