El durmiente

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Llegaron por el norte. Quién sabe desde donde venían. La pampa es grande, lo suficiente como para traerlos desde la costa, la cordillera o desde la chusca misma que se extiende hasta más allá de la mirada. Duele escrutar el horizonte cuando el sol pega duro en la nuca; serpentea bailando en espejismos que te secan la boca, mostrándote agua donde no la hay, donde no la habido desde hace años, y donde no la habrá quien sabe por cuánto tiempo más.
Solo pensar en eso me seca la boca, gancho.
No tengo idea donde estamos. Se que Taltal está hacia el norte, pero quien sabe cuán lejos está Paposo. No Hallo la hora de que se acabe este turno de mierda y nos vengan a buscar pa volver a la costa. La pampa hace que se te olvide el tiempo. Se estanca o se apura, depende que tan antojada esté, porque a ratos, parece que todos los lugares son iguales. Tierra, cerros, cielo, siempre, en todas partes, cambiando de color según la voluntad que tenga el sol. Secando la garganta, quebrando la piel de las manos, evaporando el agua. Ya ni sudor nos queda de tanto clavar remaches pa partir en dos el desierto.
Cuando vi la polvareda en el norte pensé que era el búfalo que se nos venía encima. Miré a mi rededor y murmuré: "Cagamos". No había donde cresta refugiarse acá en el plano. No fue necesario dejar de lado el mazo y el chuzo, al rato vimos que faltaba tierra para preocuparse. Eran caballos. Caballos galopando a todo galope hacia nosotros. Se adelantó el tan anhelado cambio de turno.
"No se entusiasme tanto gancho. Nadie se apura pa tomar el turno en el ferro".
Me quitó el entusiasmo mi compadre Mamani. Y tenía razón ¿Quién quiere que se lo trague Atacama para tirar remaches hasta que se le duerman los brazos? Solo nosotros, los que tenemos bocas que alimentar en lugares donde la comida no crece.
Teobaldo Soto llegó hasta nosotros firme en su caballo. Un animal flaco al que se lo estaban por comer las moscas, pero que era la única forma de moverse hacia pueblos cercanos en caso de alguna emergencia, por lo que lo cuidábamos al nivel de darle tres partes de nuestra agua. Las emergencias en la pampa podían ser varias: un terremoto, el búfalo, la camanchaca, el mismo sol encendiendo la pólvora o la dinamita, o los bandidos. Esos pillos de mierda que se mueven de oficina en oficina, de estación en estación, llevándose lo poco que le queda a los que trabajamos en la nada.
Soto era el jefe, estaba a cargo del turno y su pega era una sola: asegurarse de que pusiéramos los durmientes, los rieles y los remaches a un ritmo que permitiera cubrir el tramo que los patrones necesitaban pa mover sus cargas. Daba lo mismo cómo, había que hacerlo y el Soto se preocupaba de recordárnoslo a punta de insultos, y de vez en cuando, patadas.
Mamani, que venía de alguna parte de Bolivia, remataba los remaches que yo iba poniendo por el lado poniente de la vía. De poner los durmientes se encargaban los dos chinos, lo hacían en silencio, sin parar y nos sacaban siempre ventaja. El bolita era desconfiado, no le gustaba hablar con los chinos, pensaba que se hacían los tontos y que en verdad no eran na chinos y que entendían lo que decíamos, pero que les convenía quedarse callados. A veces al Mamani se le calentaba la cabeza e imaginaba cosas, pero era un buen hombre y despabilaba con un cortito de agua ardiente. No le gustaba la de maíz, prefería la otra, la que tomaban los gringos, pero esa costaba más conseguirla.
Cuando los jinetes se metieron en el plano pude contarlos. Eran cuatro y las vías vibraban cada vez que los cascos de los caballos le pegaban a la tierra. Un olor a sal y plomo comenzaba a tomarse la tarde.
—Sigue martillando, perro. que todavía nos queda un tramo largo hasta el relevo y no quiero pasar otro día más en esta pampa de mierda —gritó el Soto mirándome a los ojos. Sosteniendo la huasca firme entre las manos callosas.
Me quedé callado, apretando la quijada, con ganas de putearlo si me llegaba a tocar el mal pario, pero no lo hizo, al final era un perro bravo que solo sabía ladrar, pero era el jefe. Mamani me miró y agachó el moño. Puso otro remache y levantó el mazo pa pegarle seco al medio, yo le seguí el ritmo en silencio. Pero el galope de los cuatro desconocidos ya sonaba demasiado cerca.
A pocos metros pararon los cuatro y el viento nos trajo su polvareda. Los caballos venían reventados. Botaban espuma por la boca con cada bramido y se les hundían las costillas tratando de regular la respiración, pero sus jinetes no desmontaron. Hubo un silencio tenso que pareció durar un siglo.
El Soto los miró. El más flaco de todos le devolvió la mirada y la sostuvo. La mujer que iba con ellos miró a ambos de reojo. El indio se quedó atrás. El cuarto, que llevaba un sombrero tipo bombín, nos miró a nosotros.
—¿Cuál de los jutres está a cargo? —preguntó con tono cabreado el cuarto jinete.
Miré de reojo y vi al flaco de barba y pelo desgarbado que lo flanqueaba. Ambos lucían revólveres colgando en las cinturas. Más atrás, la mujer vigilaba con ojos agudos, poniendo atención a todo lo que pasaba a nuestro alrededor. Era guapa, de pelo dorado y sobre el anca de su yegua llevaba un rifle que me encandiló reflejando la luz del sol. Al fondo el indio de poncho rojo, parecido al Mamani, seguía hipnotizado mirando a los chinos que cavaban adelante.
El Mamani mantuvo los ojos clavados en el suelo y puso su mazo sobre la tierra. Nunca lo había visto tan sumiso. Y el Soto, que seguía arriba del caballo, apretaba las riendas sin atreverse a hablar.
—Debe ser el único carajo que monta el culo arriba de un caballo, Huraño. Estos otros no deben saber ni hablar. —dijo la mujer señalando con el mentón al Soto.
—No te pongai tímido, mamporrero. Solo queremos saber donde cresta estamos —insistió el Huraño.
La brisa sopló helada. El caballo del Soto dio unos pasos tímidos hacia los jinetes. Se quitó el sombrero y se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa amarillenta, que vestía desde hace dos días. Olía a chivo, pero lo mantenía seco.
—Mande usted —dijo temblando el Soto.
La timidez del Soto me hizo pensar que estos aparecidos debían ser de esas emergencias pa las que se usa el caballo.
—Ya te dije ¿Dónde cresta estamos? Este indio bruto anda perdido —insistió el Huraño.
—¿Hacia donde va? Le puedo indicar el camino...
—Contesta lo que te preguntaron, perro. Que pa donde vamos no es na problema tuyo —replicó el de barba.
El Soto quiso sonreír, pero no lo hizo. Respiró profundo antes de seguir hablando y una bola de saliva espesa se le escurrió por el güergüero y le cayó pesada en la guata.
—Estamos en alguna parte de camino a la oficina Atacama. Esta línea es del ramal que parte allá en el Óvalo.
El Soto volvió a bajar la mirada y se mordió los labios esperando a que alguno de los cuatro volviera a putearlo.
Los jinetes se miraron entre ellos. El indio desde el fondo levantó los hombros, dejando en claro que seguía sin saber dónde estaban.
El Huraño, la Rubia y el Flaco apearon y amarraron sus animales a la pila de durmientes que íbamos moviendo de vez en cuando para completar el trayecto. La mujer se quedó atenta al lado de su caballo, con la mano apoyada en el rifle y las pepas bien abiertas. El Flaco caminó hacia Mamani y repasó el mazo que sostenía en las manos y el chuzo que estaba botado al lado del riel. Sonrió al ver que mi amigo no levantaba la vista. El indio se quedó al fondo, montado, seguía mirando a los chinos quienes parecían no notar su presencia.
—Traje un poco de té desde Antofagasta. Prepáranos una tetera mientras me cuentas como llegar hasta Catalina del Sur. Sé que estamos cerca. —El Huraño invitó al Soto, pero a este pareció no gustarle la convidada.
Soto siempre pensó que hacer té era cosa de mujeres, además, era amarrete con el agua.
—Prepara la tetera te dicen. Y diles a estos pobres monos que descansen. Esa bestia de ahí no se puede los brazos ya —me apuntó.
Yo solté el mazo.
—Nadie para de poner remaches hasta que yo lo diga. —Desmontó el Soto apuntando a Mamani y a mí. Así que nos pusimos a remachar otra vez, lento, para seguir atentos a los cinco sujetos—. Catalina del Sur está bien atrás de donde partimos. Treinta y ocho kilómetros al sureste del Óvalo. Sigan la línea hacia el sur y van a llegar.
El Huraño bajó la vista y se puso a reír. El Soto se mantuvo frente a él, pero le temblaron las piernas. Con Mamani supimos que hasta ahí no más habíamos llegado.
—Trae el agua y diles a estos pobres diablos que se tomen un té con nosotros. Hace calor y los infelices botan puro polvo —insistió el tipo dándole un palmetazo en el hombro.
—No, esta vía es propiedad de la Taltal Railway Company, al igual que estos dos carajos y esos chinos de mierda que se van partir la espalda tendiendo los rieles que nos encargaron.
El Flaco le pasó al Huraño una pala que descansaba sobre los durmientes.
—¿Has tomado una pala alguna vez en tu vida, carajo?
—Soy el capataz y debo asegurarme de que el tren llegue a la Oficina Atacama. Las Kitson Meyer están en Taltal ansiosas de recorrer la pampa.
—No nos molestan los trenes, al contrario, nos gustan. Lo que nos molesta a todos son los capataces soplapijas como tú, que se aprovechan de estos obreros de mierda pa llenar los bolsillos de los putos ingleses.
Nuevamente hubo tensión. Silenciosa, pero profunda tensión.
—Ahora resulta que el forastero es un comunista de mierda. Sigan su camino si no quieren problemas con las autoridades.
El Huraño se dio la vuelta y miró al Flaco, quien mantenía la vista fija en el Soto. La Rubia le hizo un gesto, evidenciando que perdían el tiempo. Los chinos dejaron de trabajar y Mamani por fin miró de frente.
—¿Comunista? —preguntó el Huraño con la pala en la mano.
—Sigan su camino —insistió el Soto apretando la huasca.
—¿Me llamaste comunista? —volvió a preguntar.
—Te llamo como lo que... —
La pala cortó el viento y cercenó la carne del cuello de Soto mandándolo al suelo de hocico. Ahí se apagó de a poco, ahogado en sangre y tierra.
Los cuatro jinetes nos quedaron mirando sin decir nada. El Huraño montó su caballo y avanzó por la vía en dirección al Óvalo. La Rubia lo siguió en silencio. El Flaco nos lanzó una bota con agua antes de ir tras ellos y el Indio, con una sonrisa en la cara, cabalgó sobre el malogrado Soto, quebrando le los huesos. Sonó como paja seca.
—¿Y ahora qué? Nos van a cagar a todos —dijo Mamani.
Los chinos se acercaron y tomaron el cuerpo del Soto. Lo llevaron hacia uno de los hoyos que habían hecho para los durmientes y ahí lo lanzaron. Pusieron el madero encima y lo cubrieron de tierra.
Tomé una estaca y la afiancé en el riel, sobre el durmiente, y le di un mazazo. Mamani hizo lo propio.
Mañana nos vienen a buscar para entregar el turno. La línea del tren debe terminarse.
El Soto es uno más de los que se quedaron dormidos en la pampa.

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