Me desperté, pues, el domingo por la mañana sin la preocupación habitual
de tener que emprender inmediatamente la marcha; y por más que esto
ocurriese en el más profundo abismo, no dejaba de ser agradable. Por otra
parte, ya estábamos habituados a esta existencia de trogloditas. Para nada me
acordaba del sol, de la luna, de las estrellas, de los árboles, de las casas, de las
ciudades, ni de ninguna de esas superfluidades terrestres que los seres que
viven debajo del astro de la noche consideran de imprescindible necesidad. En
nuestra calidad de fósiles, nos burlábamos de estas maravillas inútiles.
Formaba la gruta un espacioso salón sobre cuyo pavimento granítico se
deslizaba dulcemente el arroyuelo fiel. A aquella distancia, se hallaba el agua a
la temperatura ambiente y no había dificultad en beberla.
Después de almorzar, quiso el profesor consagrar algunas horas a ordenar
sus anotaciones diarias.
—Ante todo —me dijo—, voy a hacer algunos cálculos, a fin de
determinar con toda exactitud nuestra situación; quiero, a nuestro regreso,
poder trazar un plano de nuestro viaje, una especie de sección vertical del
globo, que señalará el perfil de nuestra expedición.
—Será curiosísimo, tío; pero, ¿tendrán sus observaciones de usted un
grado de precisión suficiente?
—Sí. He anotado cuidadosamente los ángulos y las pendientes; estoy
seguro de no cometer un error. Vamos a ver, ante todo, dónde estamos. Toma
la brújula y observa la dirección que indica. Cogí el indicado instrumento, y
después de un examen atento, respondí:
—Este cuarta al Sudeste.
—Bien —dijo el profesor anotando la observación y haciendo algunos
cálculos rápidos—. No hay duda: hemos recorrido ochenta y cinco leguas.
—Según eso, caminamos por debajo del Atlántico.
—Exacto.
—Y es muy posible que en los actuales momentos se esté desarrollando
sobre nuestras cabezas una tempestad horrible, y que muchos navíos sean
juguete de las olas y del viento.
—Perfectamente posible.
—Y que vengan las ballenas a azotar con sus colas formidables las paredes
de nuestra prisión.
—Tranquilízate, Axel, que no lograrán quebrantarnos. Empero,
prosigamos nuestros cálculos. Nos hallamos al sudeste del Sneffels y a
ochenta y cinco leguas de distancia de su base; y, a juzgar por mis notas
precedentes, estimo en dieciséis leguas la profundidad alcanzada.
—¡Dieciséis leguas! —exclamé.
—Sin duda de ningún género.
—Pero ése es el máximo límite asignado por la ciencia a la corteza
terrestre.
—No trato de negarlo.
—Y aquí, según la ley que rige al aumento del calor, deberíamos tener una
temperatura de 1.500°.
—Deberíamos, hijo mío; tú lo has dicho.
—Y todo este granito no podría conservar su estado sólido y estaría en
plena fusión.
—Ya ves que no es así y que los hechos, como acontece siempre, vienen a
desmentir las teorías.
—No tengo más remedio que convenir en ello; mas no deja de llamarme la
atención.
—¿Qué marca el termómetro?
—Veintisiete grados y seis décimas.
—Sólo faltan 1.474 grados y cuatro décimas para que los sabios tengan
razón. Queda, pues, establecido que el aumento de la temperatura
proporcionalmente a la profundidad es un error. Por consiguiente. Hunfredo
Davy no se equivocaba, y yo, por tanto, no hice mal en darle crédito. ¿Qué
tienes que responder?
—Nada.
En realidad habría tenido que decir muchas cosas. Era opuesto a la teoría
de Davy, y defensor de la del calor central, aun cuando no sintiese sus efectos.
Me inclinaba a creer que aquella chimenea de volcán apagado se hallaba
recubierta por las lavas de un forro refractario que impedía que el calor se
propagase a través de sus paredes.
Pero sin detenerme a buscar nuevos argumentos, me limité a tomar la
situación tal cual era.
—Tío —dije tras una pausa—, no dudo ni un momento de la exactitud de
sus cálculos, pero permítame usted que deduzca de ellos una consecuencia
rigurosamente exacta.
—Saca todas las consecuencias que quieras.
—En el lugar en que nos encontramos, en la latitud de Islandia, el radio
terrestre mide 1.583 leguas aproximadamente, ¿no es cierto?
—Mil quinientas ochenta y tres leguas y un tercio.
—Pongamos en cifras redondas 1.600, de las cuáles hemos andado doce,
¿no es así?
—Así es, en efecto.
Y para esto hemos tenido que recorrer ochenta y cinco en sentido diagonal,
¿no es verdad?
—Exactamente.
—¿En veinte días, más o menos?
—En veinte días.
—Y como quiera que dieciséis leguas son la centésima parte del radio de la
tierra, de continuar así, emplearemos dos mil días, que son cerca de cinco años
y medio, en llegar al centro del globo.
El profesor no respondió una palabra.
—Y esto sin contar —proseguí— con que, si para obtener una vertical de
dieciséis leguas es preciso recorrer horizontalmente ochenta, tendríamos que
caminar nada menos que ocho mil en dirección Sudeste, para alcanzar nuestra
meta y, mucho antes de lograrlo, habríamos salido por algún punto a la
superficie.
—¡Vete al diablo con tus cálculos! —replicó mi tío con un movimiento de
cólera—. ¡Al infierno tus teorías! ¿Sobre qué base descansan? ¿Quién te dice
que esta galería no va directamente a nuestra meta? Yo tengo a mi favor un
precedente, y es que, lo que quiero hacer, otro lo ha hecho primero: y si el
éxito coronó sus esfuerzos, de esperar es que premie también los míos.
—Así lo espero y deseo; pero, en fin, ¿me estará permitido…?
—Te está permitido callarte, y no desbarrar de esa suerte.
Comprendí que el terrible profesor amenazaba mostrarse bajo la piel del
pariente, y hube de ponerme en guardia.
—Ahora, consulta el manómetro —añadió mi tío—. ¿Qué marca?
—Una presión considerable.
—Bien. Ya ves cómo, bajando lentamente, nos vamos acostumbrando poco
a poco a la densidad de esta atmósfera, y no experimentamos molestias.
—Excepción hecha de algunos dolores de oídos.
—Eso no es nada, y fácilmente harás desaparecer ese malestar poniendo en
comunicación rápida el aire exterior con el contenido en tus pulmones.
—Perfectamente —respondí, decidido a no contrariar a mi tío. Hasta se
experimenta un verdadero placer en sentirse sumergido en esta atmósfera más
densa. ¿Ha observado usted con qué intensidad se propagan en ella los
sonidos?
—Un sordo acabaría aquí por oír perfectamente.
—¿Pero esta densidad seguirá aumentando?
—Sí, siguiendo una ley no muy bien determinada; es verdad que la
intensidad de la gravedad perecerá a medida que bajemos. Ya sabes que en la
misma superficie de la tierra es en donde su acción se deja sentir con más
fuerza, y que en el centro del globo los objetos carecen de peso.
—Lo sé; pero, dígame usted, este aire, ¿no acabará por adquirir la densidad
del agua?
—Sin duda, bajo una presión de setecientas diez atmósferas.
—¿Y más abajo?
—Más abajo, esta densidad será mayor todavía.
—¿Y cómo bajaremos entonces?
—Llenándonos de piedras los bolsillos.
—A fe, tío, que tiene usted respuesta para todo.
No me atreví a avanzar más en el campo de las hipótesis, porque hubiera
tropezado con alguna otra imposibilidad que habría hecho dar un salto al
profesor.
Era, sin embargo, evidente que el aire, bajo una presión que podía llegar a
ser de millares de atmósferas, acabaría por solidificarse, y entonces, aun dando
de barato que hubiesen resistido nuestros cuerpos, sería necesario detenerse a
pesar de todos los razonamientos del mundo.
Pero no hice valer este argumento, pues mi tío me hubiera en seguida
sacado a colación a su eterno Saknussemm, precedente sin valor, porque, aun
suponiendo que fuese cierto su viaje, siempre podría responderse que, no
habiéndose inventado el barómetro ni el manómetro en el siglo XVI, ¿cómo
pudo determinar este sabio islandés su llegada al centro del globo?
Mas guardé para mí esta objeción, y resolví esperar los acontecimientos.
El resto de la jornada transcurrió en conversaciones y cálculos,
mostrándome siempre conforme con el parecer del profesor, y envidiando la
perfecta indiferencia de Hans, que, sin meterse a buscar las causas de los
efectos, marchaba ciegamente por donde le llevaba el destino.
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Viaje al centro de la Tierra
Science FictionUn antiquísimo manuscrito encontrado por el profesor Lidenbrock prueba que es posible viajar a las entrañas de la Tierra. El sabio se pone en marcha de inmediato junto con su sobrino Axel y el guía Hans. Un mundo ignoto y misterioso se abre ante los...