¿Qué era la suerte? Las manos arrugadas de mi abuelo barajaban las cartas. Al frente de él, el tío Antonio repiqueteaba sus dedos viejos y huesudos en la mesa, rumiando con un palillo entre los dientes. A su izquierda, Diego se repasaba la barba con los dedos, mirando pensativo a Laura, que se entretenía girando un vaso de vino. Era la última partida de mus. Luego el bar cerraría. Yo les observaba sentada, con la silla puesta del revés, y con la cabeza sobre los brazos, que estaban apoyados en el respaldo. A mi lado, el gato de la dueña del bar, también tenía sus ojos fijos en la partida. Mi abuelo repartió las cartas. El tío Antonio se mordía las uñas y miraba con disimulo por encima del hombro las cartas de Diego. En un movimiento tonto tiró su vaso de vino, y se desparramó todo por el tapete verde y el suelo de madera.
-¡Menudo desastre! Lo siento mucho Carla. Ahora te ayudo- dijo el tío Antonio.
Me imaginé al vino filtrándose por la madera del suelo y llegando a otras partes ¿Qué podría haber? Ratas. Claramente. Vivimos rodeados de ratas. Ratas okupas paseándose por las tuberías de nuestras casas. Y pensé que el gato podría ponerse las botas con ellas.
Volví con mi abuelo a casa. Había empezado a llover aún cuando el sol no se había puesto por el horizonte del mar. Se podían ver unos rayos anaranjados al fondo que bailaban hasta perderse entre nubes grises y cortinas de agua.
El abuelo encendió la tele, y yo me fui a mi cuarto y tomé un libro de la estantería. Uno de tapas moradas. Empecé a pasar páginas y páginas hasta dar con lo que buscaba: un trébol de cuatro hojas que había encontrado el anterior verano que vine al pueblo. Es la buena suerte. Pero sé que me miente. Sé que aquel trébol verde oscuro y reseco me miente, y no sabe contar la mala suerte que ha tenido al ser arrancado y depositado entre las páginas de un libro hasta secarse. Al igual que todo ser humano. La buena suerte con la que fuimos arrancados a la vida se muere seca. Reseca. Ya no hay lágrimas. La gente ya no llora por cosas inútiles. Se las guarda para mejores momentos.
Quise dormir un rato antes de cenar. En realidad no quería hacer nada. Podía coger el móvil, y a la luz de una lámpara, escribirle un mensaje a alguien sin remitente ni posdata. Una conversación inacabable. Solo de pensarlo, no me apetecía hacerlo. Además, estaba a gusto, dejando que poco a poco la poca luz que había se fuese yendo mientras llovía. Fuera estaba el Pacífico. A veces sentía que me llamaba. Cuando volvía de la compra con mi abuelo y paseaba por el camino de al lado de la playa, lo miraba, y no me decía nada, pero sé que me llamaba. ¿Cómo iban a entenderlo los demás, si a los demás no les importan las cosas inútiles? Solo creen en la suerte y la guardan con avaricia entre las hojas de un libro que dejarán olvidado y nunca leerán.
Me entró la necesidad de salir de casa y de ir hasta la playa. Le dije a mi abuelo que me había dejado la bufanda en el bar y que iba a recogerla, y salí de casa. Fui corriendo hasta la playa. No había nadie por las calles. Todos estarían en casa. Creo que hoy había partido de fútbol, así que es normal. ¿Quién dejaría de ver un partido de fútbol mientras que se toma una cerveza para salir a fuera a pisar la arena mojada en un día lluvioso como hoy?
Yo.
A veces siento que debo estar equivocada. Con mirada de insomnio, contemplé cómo las luces se iban encendiendo inconexamente. Las farolas se encendían como culos apompados de luciérnagas. Las ventanas se volvían un rectángulo amarillo, como tics que iban apareciendo sin orden alguno. El propio faro empezó a mandar su gran foco de luz, barriendo con él el mar. De repente salió ruido de todas partes. Todos gritaban. Me sentí como un insecto atontado al que todos los demás consideran molesto. A veces me pregunto si será mi culpa, pero todavía no he encontrado la causa para dar una respuesta. Además, no me gustaba la culpa. La culpa hacía sangre en los pies a los peregrinos. La nueva era no tenía sentido. El Pacífico se blandía ante mí. Rendido ante mi contemplación. Agachaban las olas las espaldas. La nueva era se centrifugaba como el agua de un retrete. Yo quizás podría venderme ¿Notaría la diferencia? ¿No estoy ya vendida a mi especie? ¿Quién me ha juzgado? ¿Quién me ha puesto precio? A lo lejos, la partida de mus continúa y el gato se relame los bigotes.
-Yo...
El mar guarda silencio. Sé que lo hace.
-Solo seré una ahogada. No dejaré que nadie se doblegue. Solo seré una ahogada. Seré aliento, exilio, muchedumbre.
Y me callo, porque ya no puedo decir nada. Sé que me observan. Ya estoy vendida. Es cierto ¿Qué más da? Es cierto. Podría despojarme de mí, morir, y seguiría circulando por internet, como una rata más de estas alcantarillas que están por todas partes y no vemos. Como el negro que se esconde tras el cielo, o el ruido de las plantas al moverse. Estamos acostumbrados. Al igual que al tráfico y a la contaminación y a las cartas sin remitente ni posdata. Los te quiero se han convertido en el pan nuestro de cada día, y desde entonces, ya no suenan igual. Hemos aprendido a amar por incentivos, y si te vas y me dejas, mi te quiero es más fuerte. Solo somos las ratas okupas de un mundo que acoge a todos sus seres. Pero nosotros... nosotros le tocamos la flora y la corteza a la Tierra. Somos seres olvidables y probablemente desaparezcamos sin darnos cuenta. Al fin y al cabo, estamos vendidos a la muerte. Es el gran azar de la vida. Llámalo suerte. Hemos sido arrancados y depositados en este mundo en el que nos vamos secando, pudriendo, muriendo, hasta perder todo. Hasta perdernos. Así pues, solo queda disfrutar de la partida mientras el gato se relame los bigotes. Él sabe que ganará. Siempre nos ha llevado seis vidas de ventaja y sabe cómo caerse sin romperse las piernas.
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Abuelo, la bufanda se ha estropeado con la lluvia
Short Story¿Tenemos suerte? Cada persona tiene su visión y ésta cambia a lo largo del tiempo. La joven de esta historia se enfrenta al mar, pero ella probablemente diría: "Una gota de agua no hace nada sobre la arena".