Prólogo: La estatua de sal

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Los tibios dedos de mi mano visten de sal, se arrastran danzantes por la nívea pared que encierra toneladas de tierra cautiva. La sustancia salina penetra en mi cuerpo y siento su sabor en mis labios, como el triste recuerdo del tabaco impregnado en los suyos. Mis pies se enfrían como si descalzos pisaran las infinitas gotas de lluvia traídas a mí por un burlesco pajarillo recostado frente a una banca, tan frías como el hielo derritiéndose en los propios labios del pastizal enemigo, y de pronto su temperatura disminuyese aún más, a pesar de que logro escuchar entre inoportunos ruidos los crujidos agudos que resuenan encerrados por cuatro paredes en lo alto de la ciudad en llamas, ante la mano de Dios, que anunciarían una elevada temperatura, llegan a mí sus tiras de humo para congelarme. Calor y, sin embargo, frío. Es una contradicción a la realidad, pero ¿qué se le puede pedir a la realidad cuando te conviertes en estatua de sal?

El fulgor del Flegetonte, después de separarnos siempre en la oscuridad misma, sigue iluminando el espacio en blanco donde solía estar su formado rostro y ahora, ciego, mudo y perdido, es nada más que vacío, un recuerdo, una sombra que me hace ser sal devorada al girarme por mortal. Es indicio de mi humanidad que ni el regalo hecho por un inmortal que hiciese bailar a la misma primavera podría traerme de vuelta su rostro por solo una acción que comete aquel que tiene hasta el poder de vencer a la muerte ante las suplicantes lágrimas de un ser conjunto..., recordar.

Por eso mujeres danzantes me devoran ante la vergüenza de lo que me hace ser como quien leyere esto. Me baño por sangre propia, sustancia salina, en orgiásticos entusiasmos, que terminan por la exhibición de mi verdad, son los colores que impregnan los simbólicos rincones que me llenan de niebla. Sombras suelen vestir y muy bien que las lucen ante mí. Aman aparearse divertidas frente a mis ojos para abatirme la vista.

Por eso este inútil collage de sombras y colores, de memorias y olvidos, de amor y desamor que actúan fragmentados. Pero, querido semejante, no esperes mucho de esta ilusión porque te advierto que se enunciará que desde tierras subterráneas llegará el heredero, pero solo nacerá un ridículo ratón que todos recibirán con las manos en alto para luego bajarlas, y como aquellos que estuvieron a mi lado, irse. Dejándome solo, quieto en el recuerdo, dejándome hecho, o quizá deshecho, en estatua de sal.

Blanco subterráneoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora