Capitulo único

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¡Hola! He dejado una canción en multimedia, por si queréis  leer con ella. Ya que escribí  esto con inspiración de esta canción.

Todo se había convertido en fuego... Nada; ningún recuerdo, ningún rostro. Todo había desaparecido. Apenas y podía recordar lo poco que había vivido en aquel lugar ...


«Y todo se volvió de color azul» la frase latía en mi mente y la llama que miraba...

Una risa amena, un cielo celeste y la punta de una montaña.
¿Qué ... era todo eso para mí?

«Y así mismo me juré nunca matar a nadie, ni a mi propia alma» sorprendido analizaba aquella última frase.

Se estaba una Cacofonía... Como si encendiera una licuadora, y todo volvió al ruego de aquel soldado, aquello que me hizo dudar de mi mismo y de mi líder.

La llama se expandió rápidamente como un naranja rojizo.

Quemaba mi alma, me dolía; grité de desesperación por el dolor.

Mi cuerpo se encontraba en el suelo de un lugar blanco boca arriba, divisando aquella puerta.

Y se rasgó la puerta, como si fuera pintura.

¿Qué era yo?

Me había cuestionado tanto mi existencia que ya no sabía si la existencia existía.

¿Dónde quedarán aquellos juramentos de lealtad?

¿Dónde quedó aquello que conseguí con sudor y depresión?

Lentamente las lágrimas iban saliendo de mis ventanas.

Sentí mi presencia en una pequeña casa en la montaña  de Zalamazara.

Villa de mi vida. Lugar de dolor.

Aquello... ¿Qué era? ¿Qué me estaba pasando?

Mi puño estaba apretado con tanta fuerza como llena de sangre, sentía que latía, ¿Aquello era un corazón?.

Vi al perro sufrir, yo era cómplice de su día final.

Entre en cuestionamiento y ... me arrimé a matarlo, a aquel que pretendía arrebatarle la vida a el animal. La máscara de la mentira se despegó de su cara.

Al perro se le despegó otra máscara: La máscara de la vergüenza.

¿Qué .... era todo esto?

«Me quiero ir, Papi» Un niño lloraba atrás mío, sollozando y arrepientiendose por dentro de haber presenciado eso.

Mi cara afligida presenció también lo que había hecho, lo abracé y lo sentí desaparecer. . .

No había nadie. . . Bramé desesperado por mi soledad en la punta de la montaña.

Volví a aparecer al frente de la vela encendida en el espacio.

El cuerpo de un niño nunca antes visto me contenía. . .

La llama se oprimía haciéndose azul, el dolor llegó a mi corazón y puse mi mano con escozor en aquella parte.

Caí de rodillas sosteniendo mi vida y abriendo tanto la boca como si en vez de vomitar, saliera un ser dentro de mí.

Mi alma estaba suelta . . . Yo era el del hueco en la pierna, el del sobreviviente del pozo de petróleo, el de rehén por esa muchedumbre.

Pero entonces . . . ¿Qué había hecho para estar aquí?

Aparecí sentado en una silla en un lugar blanco, sin camisa y con el cuerpo de un veinteañero. Miraba fijamente el piso donde caían gotas gotas salpicadas de líquidos de colores volviéndose un arcoiris,  caí dentro de él.

La muerte me consumía el impuesto a la vida.

Las convulsiones, la tranquilidad de ser   humano.

En una camilla, en una cama dentro de un cuarto de metal.

¿Que padecía yo? ¿Había guerra? ¿Que debía esperar?

El anciano de verde hablaba con chasco a una señora desesperada.

Volteé y miré al niño inserte a mi lado . . . se parecía  a . . . . . . . . . . aquel que contenía mi alma  en el espacio y a aquel que sollozaba del trauma. Nada más aterrador que eso.

El llanto desgarrador de la señora se escuchó, se encendió la luz al lado de la ventana oscura . . . miraba con . . . asco y dolor el anciano, dos atrapados en la habitación de metal.

¿Qué sucedía?

Mi cuerpo se incorporó, sentado la miré e impactados se quedaron se quedaron.

¿En que me había convertido ahora?

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