Capítulo 1

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Capítulo 1

El bosque temblaba.

El atardecer creciente del verano estaba en su punto máximo aquel martes veintinueve de mayo, y el bosque, aterrado, junto a todas las criaturas inferiores, temblaban del susto.

Los conejillos huían a sus madrigueras, los zorros se escondían dentro de troncos huecos retozados de moho y, los despreciados, esperaban escondidos en las sombras de los árboles, el murmullo de las pocas estrellas en el cielo y la oscuridad.

El sol por fin se esfumó, abandonando al cielo en un danzón rojo anaranjado, con la llama encendida, esperando que la luna tomara el lugar que la estrella fulminante ocupaba en un vals azulado y constante, tres tiempos. Y con la luna, el llanto del primer bebé llegó a oídos de las hojas más cercanas al palacio, la aldea perteneciente al pueblo norteño de la región y la conmoción cualquier habitante informado del pueblo: comerciantes, herreros, panaderos y granjeros, mujeres, ancianos, esclavos y niños, todos ellos perseguidos por una única noticia: el nacimiento del príncipe menor de la familia real .

Dentro de los gruesos muros de piedra, forrados por tapices exóticos y seda del Oriente, las parteras limpiaban con agua caliente la frente de un bebé recién nacido. Una sirvienta rubia, de cabello lacio como hebras de arco, entregó al bebé a los brazos de su madre, una mujer morena de rasgos afilados, la luna de la manada.

La madre apenas tocó al niño, supo que sería su hijo más querido, el pequeño principito rubio, parado al otro lado de la estancia, se percató de lo mismo. La luna se prometió, con el sudor del parto aún corriéndole por las mejillas, que se aseguraría de que el pequeño gozara de toda la felicidad posible que ella pudiera otorgarle.

―John―habló con firmeza a pesar del cansancio, llamando al guardia que custodiaba afuera de la habitación. El hombre, fornido y de gestos duros como el hielo, entró a la estancia con rapidez ―.Llama a mi esposo, dile que su segundo varón ha nacido. Después, inicia la búsqueda, quiero que la chica de mi hijo esté aquí cuanto antes. Debe ser un día memorable para mis dos príncipes.

Y así se actúo.

Los soldados salieron disparados del castillo como flechas. Se repartieron equitativamente, filtrándose en el reino, pintando las calles con sus armaduras color plomo, irrumpiendo en los hogares de los nobles de más alto rango, arrebatando de los brazos de sus nanas pequeñas criaturas inocentes.

Pronto, el llanto de aquellos bultos inundaron las calles de la aldea, y una sonrisa en el rostro de la madre Luna, que miraba por la ventana, asomó en sus labios carmesí, prueba del orgullo adquirido a causa de los hechos ocurridos de esa noche y, por lo tanto, el futuro éxito de sus planes.

―Mi reina―la llamó la voz dulce de una sirvienta a sus espaldas―. El Alfa no quiere verlo.

La mujer frunció el ceño en un gesto cansado antes de insistir.

― ¿Le has dicho que se trata de su segundo varón?―el sudor, producto del esfuerzo, perlaba su frente, brillando con el reflejo del fuego en la alcoba.

―Le he dicho todo lo que me ha pedido―respondió la criada con sumisión―. Insiste en que ya tiene a su primogénito.

―¡Tonterías! él también es su hijo―gritó furiosa, meciendo al niño.

El bebé era precioso, de tez pálida como la leche y ojos grandes, castaños como los de su madre. Tenía el cabello color azabache, negro como el carbón de las minas del Sur. ¿Cómo podía su padre no mirar semejante espectáculo?

Probablemente se encontraba en la sala del consejo, planeando como defender la frontera del río de una guerra que ni siquiera había sido declarada. O tal vez ni siquiera estuviera en el castillo, gastando el dinero de la corona en el burdel más repugnante del reino.

La ira le recorrió el cuerpo entero de solo pensar en las posibilidades.

―Déjenme sola con Antoine―sentenció la reina refiriéndose a su consejero, que había permanecido en silencio durante los hechos―. Y lleven al niño con sus nanas―agregó entregando el recién nacido a una criada.

Cuando Antoine, un hombre fornido y joven, de cabello color caoba y ojos llameantes, se acercó a la cama de la reina, todos ya habían dejado la habitación, excepto uno: el niño rubio, observaba todo tras sus ojos verdes, oculto detrás de las cortinas.

Mon chéri― dijo el consejero besando a la reina en los labios―. Il est le petit prince le plus mignon que mes yeux ont vu dans toute son existence.

―Antoine―respondió la reina con cariño, suspirando sobre su rostro―. ¿Lo has visto? Tiene tus cejas. Será un niño verdaderamente guapo.

―Estoy consciente―habló el joven con una sonrisa ― pero es bastante peligroso hablar sobre eso aquí, mi reina.

―Nada me disgusta más que el peligro en esta corte―habló la mujer tomando por el cuello de su camiseta a su concejero―.Por ello tú me vas a ayudar a erradicarlo.

Mon chéri...

―Tú sabes lo que vivo día a día Antoine. Tú sabes cómo me trata. Dime ¿acaso no merezco ser felíz?

―Por supuesto que sí―habló separando con las manos los brazos de la reina, dejando un pequeño beso en las palmas de las suyas―. No hay nada que merezcas más...

―Entonces ayúdame Antoine, por favor ayúdame. Yo estoy tan débil ahora, y tú tienes muchos amigos, es fácil para ti.

―Carlotta, si alguien se entera...

―Nadie va a enterarse ―pronunció las palabras más desesperadamente de lo que le hubiera gustado.

―Carlotta...

―¡Ya lo sabe Antoine! ―gritó con ira contenida. Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas, mezclándose con el sudor del parto―. No ha querido ver al niño.

Una brisa violenta abrió de golpe las ventanas de la habitación, removiendo las cortinas, haciendo notar una cabellera rubia detrás de las mismas.

Un pequeño alarido surgió de la garganta de la morena ante la intrusión.

―¡Maxon!

El pequeño sintió miedo. No era cualquier tipo de miedo, como el que sentía normalmente cuando lo encontraban corriendo por la sala del trono o robando golosinas en la cocina.

No.

Esta vez, se sentía realmente asustado.

Unas manos fuertes le tomaron por el cabello, haciéndolo salir de sus escondite a la fuerza.

―No he escuchado nada madre, lo juro. Solo quería ver al bebé―gritó con lágrimas en los ojos.

El rostro de la reina permaneció impasible ante el lloriqueo.

―Lleva al niño a sus aposentos―ordenó con una seriedad impecable―. ¿Crees que puedas con ello?

―Yo me encargaré, su alteza―habló el consejero, respondiendo a dos cuestionamientos en una única pregunta―. Los guardias le esperan abajo, su alteza―y acto seguido, abandonó la habitación.

Abatida, cansada y sudorosa, la reina llamó a sus sirvientas, quienes la vistieron con sus ropas más cómodas, que no dejaban de ser lujosas, y la peinaron con una trenza elaborada.

Impecable, agotada, abandonó la alcoba, con movimientos lentamente dolorosos, en la que había dado a luz a su segundo varón, con la misión de encontrar la felicidad de uno de sus hijos.

LizzyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora