La probabilidad de hacerlo

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—Esa noche me arremangué el vestido y me vi en el espejo. Entonces fue cuando supe que tenía que hacerlo, ¿saben? Mi pelo negro y lacio brillaba. Mi piel blanca y mi nariz puntiaguda encajaban perfectamente con mis pestañas largas y ojos verdes. Pero mis brazos se miraban horribles. Sabía que si desabotonaba mi vestido encontraría más heridas. ¡Ja! Muchas aquí sabrán cómo es eso de que te rompa las costillas tu marido.

—Nos conocimos cuando tenía 16 y en ese tiempo, era una tonta como suelen ser todos los adolescentes. Es parte de la edad, supongo. Enamoradiza como nunca. Inteligente hasta donde me daba la cabeza para las matemáticas, pero no tan inteligente para la vida. No vi la rabia en sus ojos celosos. Pensaba que era normal y todas mis amigas me lo confirmaban. "Así son los hombres, Marie". "Dejá de andarte quejando, Marie". "Es de los mejorcitos, Marie".

—Nos casamos a los pocos días de que cumplí la mayoría de edad, como buena estúpida que era, cosa que mis padres nunca me perdonaron y por lo que hasta la fecha no sé qué es de ellos. Me dejó meterme a la universidad a estudiar matemática pura como yo quería, claro, con la condición de que yo trabajara al mismo tiempo. Y digo dejó porque siempre andaba con sus reproches de "mirá que tu papá nunca te hubiera dejado meterte a una carrera de hombres. Pura marimacha que siempre fuiste. Pero mejor, porque a mí gana de trabajar no tengo. Y entre amita de casa y que ganés dinero, ya me la hice". Y tenía razón que nunca hubiera encontrado trabajo si para lo único que era bueno era para gritarle al televisor y tomarse unas cervecitas.

—Empezó a pegarme a la semana de casados. Sus golpes eran calibrados, resultados de un experimento probabilístico. Claro que la probabilidad era de dónde me dolería más y donde nadie sospechara. Era sádico. Pero más que sádico era manipulador, al menos al principio. Le gustaba traerme flores que había comprado con dinero que había sacado de mi bolso sin permiso. Le gustaba ponerse de rodillas y jurar que nunca lo volvería hacer y yo en ese entonces me la creía. Mientras más tiempo iba pasando me daba cuenta que el matrimonio y mi felicidad eran mutuamente excluyentes. Cerraba los ojos a lo que me impartían en clase mis profesores de matemáticas en la universidad. Ellos enseñaban que, según la probabilidad clásica, de todos los resultados posibles, ninguno era favorable y que por lo tanto mi probabilidad de ser feliz era nula. Lo que ellos no sabían era que mi situación no era colectivamente exhaustiva, más bien era lo contrario. No tenía que elegir una de las dos probabilidades (quiero decir, irme o quedarme,) porque no había opción. Tenía que quedarme. Varias veces me había visto en la cara el deseo de irme. El deseo de alejarme de la babosa asquerosa que vivía en mi sillón, se alimentaba de mi comida y se llamaba mi marido.

—Recuerdo que al principio, ignoraba la probabilidad empírica. A pesar de que, basado en mi experiencia, sabía lo que me tocaba cada noche, siempre esperaba que la probabilidad de que se repitiera fuera cero. No me gustaba pensar en eso y si en algo de eso creía era en la ley de los grandes números. Creía que entre más oportunidades le diera a mi marido, la probabilidad se acercaría más a lo que yo deseaba. Idea completamente errónea, pero todas aquí fuimos así en algún momento.

—Durante mi carrera universitaria e incluso un poco después trabajé en una paca de la zona uno. Mi jefe fumaba más que la Humitos. (No te hagas la loca que todos acá saben dónde te escondés los cigarrillos). Bueno, pues era un cerdo de carácter y de vista. Bien daban ganas de meterle una manzana a la boca de vez en cuando y ponerlo en la mesa para Año Nuevo. El Oñoi le decíamos allí todas las empleadas porque algo así hacía con la nariz cuando le tiraba la onda a alguna de nosotras. "Muñeca, oñoi", nos decía con el cigarro en la boca y la mano quién sabe dónde. Y pues el trabajo no era tan malo. Teníamos la suerte de que la presencia del Oñoi dos días seguido eran eventos dependientes. Sí, cabal. Porque solamente llegaba tres días a la semana así bien como se le diera la gana. Y si llegaba lunes, el siguiente día la probabilidad que volviera a llegar era menos. Ay, Rojileta, no me hagas esas caras. Que cuando empiezo a hablar de matemática cómo te cae de mal, pero algún día te va a servir para más que tus apuestas, ay, vas a ver.

—Bueno, pues. Lo que no eran eventos dependientes, es decir, eran eventos independientes (y gracias a Diosito lindo) era que me fuera bien en a la universidad y que me fuera bien en la casa. No sé ni cómo le hice para graduarme bien bien sin que me afectara mi marido porque me pegaba unos cuentazos que para qué les cuento.

—Como les estaba diciendo, aquel día me vi en el espejo toda ensangrentada y pensé, ¿cuál es la probabilidad de que lo haga hoy? Porque es que ya estaba harta: de llorar, de sufrir, de inventar razones con el médico, de él. La probabilidad subjetiva me dijo que fijo lo iba a hacer, pero mantuve mi compostura por la mayor parte. Nunca fui de esas que se ponen bien aceleradas cuando se les ocurre algo así mero loco. Me senté en el inodoro a pesar de que el "amor de mi vida" le estaba pegando a la puerta como si quisiera matarla aunque yo sabía que a quien en realidad quería matar era a mí. Me gritaba obscenidades que para qué se las repito. Pero yo allí tranquilita, sentada en el inodoro. Saqué una servilleta vieja y un lapicerito que por suerte cargaba en una de las bolsas de mi vestido. Me puse a hacer un diagrama de árbol para ver todos los posibles resultados de que decidiera hacerlo, pero la verdad eran demasiados y no tenía datos exactos. En una tabla de contingencia comparé las variables de mi situación, pero otra vez lo de los datos inciertos me perjudicó todos mis cálculos. Lo único que tenía por seguro era lo que me decía la fórmula de multiplicación: la probabilidad de tener tener una buena carrera y hacer lo que quería era muy baja.

—Después de un rato mi marido pudo abrir la puerta y ese día sí me dio un puñetazo en la cara. Casi no se mira la cicatriz porque después de eso me cuidé bien bien la herida y me eché cremitas, pero allí está. Me jaló de la manga del vestido tan fuerte que todos los botones salieron disparados por doquier. Me llevó a su sillón, el que siempre se mantenía lleno de latas de cerveza y pedazos de pizza y se desquitó la cólera con mi cuerpo. Eso sí no lo recuerdo. Después de tanto tiempo con él, me volví experta en formatear mi disco duro como dicen por allí. Me mandó a la cocina a que le preparara algo de comer aunque ya iba tarde a mi clase, diciéndome "y ni me vayas a pedir dinero para que te arregles ese tu vestidito que nada de esto hubiera pasado si me hubieras abierto la puerta como te dije, estúpida".

—Llegué a la cocina y en ese momento la verdad, chicas, es que la matemática fue mi única estabilidad. Fue mi fuente de control. El Teorema de Bayes cursó por mis venas. Consideré mi pasado, mis probabilidades a priori y sabía que iba a tener que lidiar con las a posteriori después, pero no me importó. Mi vida había sido una secuencia errática de eventos. Y a veces pienso que eran más combinaciones que permutaciones porque a diferencia de estas otras, en mi vida realmente no hubiera importado el orden. El resultado, o sea, yo, hubiera sido el mismo.

—Le llevé un sándwich desabrido y se lo di en sus manitas grasosas, pero en mi otra mano tenía agarrada un cuchillo. Hasta que terminó todo me di cuenta que todo ese tiempo me había estado clavando las uñas. De eso sí tengo cicatriz aunque no me gusta andarlo mostrando como si fuera feria de curiosidades. Pues, agarré el cuchillo y se lo ensarté en el pecho. El condenado pasó todo el tiempo gritándome que me iba a ir al infierno y que él mismo me iba a mandar. Yo no más llamé a la policía diciendo que mi esposo me había intentado matar y que lo había herido en defensa propia. Llegaron todos y el ingrato no se quiso morir. Los paramédicos lo salvaron a último momento. Ya allí con la policía me inventé un montón de charadas y con eso de los golpes me creyeron bien rápido. Pero con las condenadas leyes de este país, igual me mandaron a la cárcel. Acá ya me pude divorciar y descubrieron que él, a pesar de ser un gran perezoso, había logrado matar a dos prostitutas que no le quisieron prestar sus servicios y ocultar cocaína para los narcos locales sin que yo me diera cuenta. Seguramente pensó que era dinero fácil.

—Brindis, aunque sea con agua, porque mañana ya soy libre. ¿Y qué voy a hacer? Pues una mujer bien fina me ayudó a conseguirme un trabajo en una empresa del exterior y a vender todas las cosas de mi mugroso ex-esposo para comprarme un boleto de avión y un apartamento chico por allá. Y les ruego, chicas, que no digan nada de lo que les conté porque si no, directito para acá me regresan y ya estoy mucho mejor como para tener que volver a ser víctima.

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