Cuando se abre el telón, se cierra una realidad. Los reflectores apuntan solo a ella. Los ojos de miles de personas se posan sobre el escenario y la euforia de los aplausos se siente en cada rincón del teatro.
Su cabello estaba perfectamente atado en un rodete y se había puesto una pequeña corona de flores al rededor de la cabeza. El vestido blanco y amarillo le rozaba las rodillas. Las puntas estaban atadas perfectamente hasta su tobillo y una pequeña parte de la cinta le rozaba la suela.
Con su hermana en la primera fila y su pequeña hija en brazos de la directora, comenzó a bailar. Se desplegaba con suma elegancia a lo largo de todo el escenario. Hacía piruetas y trucos que solo con años de práctica se lograban completar. Había dispuesto su vida a la danza y en ese momento sintió que todo el esfuerzo había valido la pena. Su rostro irradiaba felicidad y emoción. Los que la conocían podían ver el orgullo en cada uno de sus pasos.
Luego de dos minutos aquella cinta que le rozaba la suela comenzó a molestar. Se trabó en un par de giros y rogó para que el público conocedor no se percatara de ello. Le habían advertido de los fallos del piso, algunas maderas estaban salidas y le aconsejaron posponer la función para una semana más adelante. Ella no quiso fallarle a su público.
Cayó. Fue un golpe seco en la nuca. Su pie quedo enroscado en una tabla del escenario y las muñecas se le fueron hacia atrás. El dolor era incesante. La ambulancia se dirigía con rapidez hacia el hospital, pero ella veía cada vez menos.
De pronto vio negro y solo pudo pensar. Pensar en su carrera, en su hija, en su hermana, en sus futuros proyectos, en los premios, en el público. Dejó de pensar, dejó de ver.
Su cuerpo quedó tendido sobre la camilla, pero su alma seguía bailando por las calles de la ciudad. Habría sido un honor verla bailar, solo espero que los testigos fueran conscientes del arte que habían presenciado.