Perdices para Siempre

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Se hacía tarde. Clara se vuelve a mirar de reojo al espejo y de un zarpazo agarra su cartera. Móvil y llaves en mano, cierra su departamento y sin mirar atrás salta al ascensor. Esa voz metálica que le daba los buenos días cada mañana no dejaba de hacerle esbozar una sonrisa.

Ya en el subsuelo, corrió con sus stilettos hacia el coche. Honestamente los manejaba con semejante destreza que cualquiera hubiera dicho que había nacido con ellos y no con escarpines. Enciende el auto y como todos los días la misma orquesta invade su vehículo. Una vez más, la única melodía que lograba serenarla al menos como para llegar ilesa a la oficina. Y en el trayecto, el mismo recuerdo.

Nosotros ni queriendo vamos a poder ir Clarita, amor, es imposible. Pero si querés, te quedás con el abuelo y seguro él te lleva le dijo su mamá.

Era Febrero otra vez, y otra vez no podían ir. Otra vez era carnaval, fiesta, calor, desfile y disfraces que solo se podían ver en el pueblo de su abu. Este año definitivamente no se lo iba a perder y el mejor programa era ir con él, el abuelo Carlos. Lo único preocupante era el disfraz. ¿Quién la iba a ayudar a lucir realmente como una reina?. El?!

Pocas cosas había leído Don Carlos pero entendido, todas. Sabía la empresa que se le venía y no quería pasar por la humillación de que los cinco años de su nieta le explicaran cómo era una reina. Así que se adelantó en silencio.

Su especialidad era la colección de artefactos de procedencia desconocida y utilidad indefinida y como afortunadamente las reminiscencias de Navidad aún merodeaban por los cajones y rincones de la casa, pudo empezar rápido. Don Carlos correteó por horas mientras buscaba cada parte del ensamblado disfraz y casi para la hora del vermú todos los materiales esenciales quedaron presentados sobre la mesa de la cocina.

Para una coronita resistente, nada mejor que el alambre con el que había atado la media res al asador para nochebuena. Papel metalizado para forrar la tiara de la princesa, envoltorio de algún regalo guardado en el tercer cajón de la cocina. Como toque infaltable una estrellita de Navidad, de esas que se encienden y destellan por un rato mientras el ungüento arde. Por último, qué menos que una cortina al crochet para el vestido. Todo listo.

El día fue el más caluroso del mes, y durante la jornada solo se veían camiones y gente despotricando mientras sus remeras húmedas luchaban en el épico armado de la carpa anfitriona. No era por el calor pero esa tarde Don Carlos no había podido dormir la siesta y Clarita menos. Ambos estaban nerviosos, uno por el reto, el otro por fascinación.

Carlos había decidido no disfrazarse - a pesar de ser requisito excluyente-. La hora invitada era las siete pero Clara le pidió porfa a su abu que la vistiera un poco antes de las cinco. Al llegar, el tumulto de desconocidos famosos era insólito. Gladys, la de la mercería, se había disfrazado de cantante de opera haciendo buen uso y despliegue de sus conocimientos del rubro. Hubo quienes, obviamente la criticaron considerando un atentado artesanal a ese despilfarro de lentejuelas, mostacillas, retorcidos cordones, puntillas y trozos fucsia de estolas que le daban el toque final.

El hijo único de los García era superman- sobretodo para sus padres. El superhéroe infantil lucía un tanto inflado de sobreprotección por el cosmos de su hogar pero nadie lo notaba pues su engominado había sido tan prolíficamente moldeado que hipnotizaba a los espectadores dejándolos atónitos por el peinado que parecía logrado a costa de brea y barniz. El doctor Beroz lo hizo simple, tomo su ambo y de salida para la fiesta se convirtió en carnicero frotando el uniforme con los dos últimos churrascos frescos de la heladera. Coca, que siempre había soñado con vivir en Hollywood en la época de oro, se calzó una corta y rulienta peluca rubia, una falda plisada demasiado larga para el personaje y un buen escote que amontonaba su mullido frente. Marilyn hubiera muerto dos veces de tan sólo ver semejante reflejo de su imagen.

Entre los más bajitos reinaban las damas antiguas con miriñaques ya puntudos de tanto uso, indios de arpillera, hormiguitas viajeras, brujas con piel de porcelana, vaqueros no muy autóctonos con cartuchera y revolver a cebita y negritas candomberas tan llenas de lunares blancos que bien hubieran podido ser vaquitas de San Antonio para cualquier día de la primavera.

Se sentía, se percibía: los pequeños no parecían más que revoloteantes duendes y mariposas salidos del mejor cuento de magia y los grandes salidos de sus sueños más secretamente guardados. Estaban todos y entre ellos, ellos.

La Princesa y su abuelo se acercaron a la tienda. Paco, el del aserradero, había sido contratado -quien sabe por quien- para ser riguroso con el ingreso:

-Solo los disfrazados pueden entrar. repitió Paco como loro, sin entender muy bien por qué y casi ni adonde.

A pesar de la chillona música de la comparsa, la desilusión de la princesa Clara enmudeció a todo el circo. De golpe el colorido festival se volvió sepia y pesadamente lento como una película muda. Pero esto no era nada comparado a la congoja en el pecho de Don Carlos que no sabía donde esconder su impotencia. No. No entraron. Él, su príncipe, no estaba disfrazado.

Pasaron casi treinta corsos desde ese verano. Clara se emociona cada vez que sostiene el diario local del día siguiente al carnaval cuando ve en primera plana la imagen de una reina niña en brazos de un anciano. Debajo de la ilustración del periódico, la brevísima leyenda: Pero comerán perdices para siempre.

Clara estaciona su auto pero no se baja, simplemente espera unos segundos más a que la música de la comparsa termine de tocar.

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