1941. Gregorio, un joven habitante de los ejidos campiranos de García, Nuevo León, pasa sus días ayudando a su hermana Dolores para ganarse el pan de cada día con la incertidumbre de que profesión ejercer para salir de su humilde pero risueña vida...
El lobo de pelaje negro con mechones blancos mantiene su mirada intimidante hacia él, dejando su lengua expuesta en lo que jadea, encorvándose un poco para avanzar, deteniéndose al detectar movimiento, liberando un gruñido similar al ladrido que resuena entre las viejas tumbas de cruces de madera y lápidas viejas, despertando a su observador de manera improvista.
Las pupilas dentro de sus iris de color marrón oscuro se contraen al sentir el primer rayo solar que entra por las cortinas perforadas, agitadas por el aire y por un par de manos que abren por completo la ventana, despejándola.
–¡Despiértate, Gregorio, holgazán! –reprocha una voz femenina después de dirigirse al centro del tejaban construido con ladrillos gruesos de lodo–. Ve y corta el ixtle rápido para ya ahorita irnos al centro.
Con un sobresalto, el joven de delgada y marcada figura de nombre Gregorio, se levanta de su catre viejo, el cual rechina con el brusco movimiento.
–Ya voy, ya voy –replica con tono somnoliento Gregorio, dirigiéndose a la vieja y cuadrada mesa de madera del centro de la humilde casa, de donde toma un plátano de cascara madura, el cual come a grandes bocados, usando también la cascara que frota con sus dientes frontales–. Y gracias por el café, yo lavo los trastes de a rato.
Después de beber su café, Gregorio coloca la taza de barro en la mesa, saliendo casi de inmediato al exterior de su choza, estirándose apenas recibe el calor de la mañana que cae sobre el campo árido de lechuguillas salvajes y palmas chicas, dirigiéndose esta vez a una carreta improvisada con tablones y tornillos, jalada por un par de caballos flacos: uno pinto y otro blanco, ambos pastando las hiervas malas de los lados.
–Lobito, Lupita ¡Buenos días! –saluda a sus rechinantes rumiantes mientras pala las frentes de cada uno, tomando en seguida un azadón con el que se dedica a cortar desde la raíz los cultivos no frutales de su pequeño y sencillo campo.
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Municipio de García, Nuevo León, México, 10 de mayo de 1941.
El ligero golpeteo de las herraduras de los caballos contra el pavimento empedrado crean una sensación arrulladora que relaja a los pasajeros de la carreta improvisada, la cual sale del callejón de largas casonas de altos muros, para abrirse paso por el centro principal, que luce lleno de vida con los niños que corren de un lado a otro portando juguetes de madera, al igual que los pequeños grupos de personas que conversan alrededor de la fuente o en laguna banca cercana, cada quien con su tema de charla.
–¡Se ve bien bonita la iglesia! ¿No crees, Lola? –dice Gregorio con alegría al momento de que su carretón pasa justo enfrente del Templo de San Juan Bautista de fachada amarilla, intentando quitar la seriedad del rostro de su hermana.
–Detente tantito, voy a ofrecer el maíz aquí en el Parián –responde su hermana Lola con actitud recatada, acomodando sus viejos lentes sobre su pequeña nariz chata, ajustando su sombrero de campo algo demacrado y elegante sobre su recogida cabellera oscura y lisa, ornamento que hace juego con su vestido blanco estampado con diferentes diseños de flores–. Ve y deja la cosecha ahí en la ixtlera. Cuando acabes acomoda los caballos donde no estorben y vas a buscar que jale se ofrece.