—¿Y vos cómo imaginás a tu príncipe azul?
—Los príncipes azules no existen, Malena. Madurá.
Nunca entendía cómo es que siempre terminaba metido en esas conversaciones pedorras de mi hermana con sus amigas.
Ella tenía quince años, yo acababa de cumplir los veinticuatro. Los años de diferencia no eran el problema más grande, sino su inmadurez. Sí, bueno, a los quince años casi nadie es maduro, pero Malena se pasaba de rosca con el tema de la pubertad. Era como si todo en su vida girara en torno a los pibes. Cuando no eran los integrantes de tal grupo, era el compañero del liceo, el que atendía el kiosko de la esquina, o el vecino.
El vecino... Ese pibe que se creía un actor porno o algo por el estilo. No sabíamos si se hacía el lindo o era su actitud natural, pero que levantaba pasiones, levantaba. Ahí tienen el por qué estaba mi hermana con las tres amigas sentadas en el patio de casa. Porque a esa hora, al menos una o dos veces por semana, el vecino de en frente salía a lavar la moto.
Seguramente se preguntarán: ¿y vos qué hacés ahí? Es una buena pregunta, de hecho yo me pregunto lo mismo.
—Andá, dejá de hacerte el maduro, si vos cuando eras más chico eras terrible idiota —respondió mi hermana, molesta.
—Pero a mis quince años no estaba soñando con príncipes azules —dije yo, mirándola de reojo.
—¿Querés que diga adelante de las chicas lo que hacías encerrado en el baño?
Golpe bajo.
—No te hagas la graciosa —dije haciéndome el serio, al ver que sus amigas le festejaban el comentario.
Bueno, sí, a mis quince años yo también era un puberto de porquería. Al final Malena tenía razón, pero por obvias razones yo nunca iba a admitirlo.
—Yo me lo imagino como tu vecino, Male... —Una de sus amigas reanudó la conversación, respondiendo a la pregunta que había quedado en el aire.
Y de nuevo salía el tema del vecino.
La verdad yo no sé qué criterio tenían a la hora de fijarse en alguien. El pibe no encajaba en el perfil de príncipe azul que nos mostraban siempre en los cuentos de hadas; era desprolijo, boca sucia, rústico a más no poder.
Quizás era la moto, por lo general el cliché de badboy motorizado que usa camperas de cuero y esas cosas suele gustar. Pero ni siquiera estaba seguro de que fuera eso. Era él, él y toda esa testosterona que emanaba. Cada vez que salía al patio, con el balde de agua y el cigarrillo sobre el costado de la boca, mi casa se convertía en un gallinero. Yo me hacía el desinteresado, pero ¿para qué voy a mentir? También lo miraba por la ventana de mi cuarto, o me sentaba en el patio con la excusa de que adentro hacía calor.
Esa tarde no fue diferente. Salió de la casa gritándole algo a la madre, con el balde de agua en una mano y el cigarrillo en la otra. Llevaba un pantalón vaquero negro, un poco desteñido y roto en las rodillas, una musculosa blanca, con algunas manchas de grasa en el estómago, seguramente porque había estado arreglándole algo a la moto. Tenía el pelo bien negro, rapado en los costados y peinado con gel en un jopo que le despejaba la cara, ojos verde aceituna y la piel bronceada por el sol. Seguramente iba al gimnasio, se le notaba el cuerpo trabajado.
Me acomodé en la silla para verlo mejor. Tenía tatuajes en varias partes del cuerpo: una manga desde el hombro hasta la muñeca, uno grande que partía en los omóplatos y desaparecía bajo la musculosa, y otro que nacía en el cuello y seguía por el pecho.
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A la mierda con el príncipe azul
Short StoryÉl tiene tatuajes por todo el cuerpo, una moto grande, modales muy cuestionables y el corazón de Benjamin, que no puede dejar de mirarlo desde la ventana de su habitación, justo en la vereda de enfrente.