CAPÍTULO I - SECUENCIA UNO El día de la bestia

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24 DE ENERO DE 1982.

El militar llegó sin uniforme, con una pistola en la cintura y una granada en su mochila. Como siempre que le daban descanso, el militar aspiraba a un banquete de sexo, guaro y comida casera. Aquel fin de semana, del cuartel escapó directo a la colonia Panamericana de la ciudad de San Miguel, a un mesón ubicado en el cruce de las avenidas Costa Rica y México. Era una casa humilde con un coqueto tejado de tejas, un piso de altura, las paredes repelladas y coloreadas, y cuatro puertas a la calle: una para cada pieza en alquiler, en las que residían cuatro familias. En el mesón vivía su hermana con un señor mayor al que todos conocían como don Mario. La pareja tenía una beba y, a cambio de algún dinero, el militar los había convencido de que dieran posada a su jovencísima novia-amante.

La granada explotó pasadas las once de la noche. El militar y don Mario murieron en el acto; a la beba, rajada por el vientre y con las vísceras expuestas, la evacuaron con vida para morir en el hospital San Juan de Dios; la hermana y la novia-amante, conmocionadas pero sin heridas mortales.

Cuando estalló la granada, una embarazada de dieciséis años trataba de conciliar el sueño en la pieza contigua. Esa joven se llamaba Dora Alicia Morales, y vivía con su madre y sus tres hermanas. El muro contuvo milagrosamente la explosión. Ni Dora Alicia ni nadie de su familia tuvieron siquiera un rasguño, pero vieron y vivieron las consecuencias. Pasada la medianoche le sobrevinieron dolores tan fuertes que también terminó encamada en el San Juan de Dios. De allí saldría con su hijo en brazos.

Ella está convencida de que aquel bombazo aceleró el parto, de que la granada que puso fin a la vida de tres personas fue el detonante para el nacimiento de una.

Así se lo contaron a Gustavo Adolfo infinidad de veces, tantas que convertirá su turbulenta venida al mundo en una preciada anécdota de vida. Con treinta años de edad, ese bebé convertido en el Directo plasmará sus reflexiones en una carta que entregará a un periodista que lo visitará en Zacatraz. En esa carta recordará el episodio de la granada que tantas veces le recrearon su madre, su abuela y sus tías: «No es que yo haya peleado la guerra con arma en mano, pero sí con un nacimiento provocado con la explosión de una granada, y con un estómago vacío por temor a salir en busca de alimentos».

Para esa carta falta todavía un libro entero.

*

LA GUERRA CIVIL BULLÍA. Los cinco grupos armados aglutinados bajo la sigla FMLN, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, habían desatado en enero de 1981 la Ofensiva Final, con la que pretendían tomar el poder en El Salvador antes de que Ronald Reagan asumiera la presidencia de Estados Unidos. La guerrilla tuvo contra las cuerdas en los primeros rounds a unas Fuerzas Armadas aturdidas, pero la inexperiencia le hizo tirar la toalla.

Nadie lo sospechaba entonces, pero la guerra civil apenas daba sus primeros pasos, con los dos bandos convencidos de su victoria. Esas convicciones se tradujeron en 12 años de odio y muerte, y un saldo no inferior a los 75 000 muertos. Por más de una década (1980-92), El Salvador, un pequeño país subdesarrollado de apenas veinte mil kilómetros cuadrados, se convirtió en uno de los escenarios más cruentos de la Guerra Fría, cita ineludible para los corresponsales de guerra que querían robustecer su currículos.

El contraataque gubernamental a la Ofensiva Final fue feroz. En su obsesión por destruir los baluartes guerrilleros y su colchón social, las fuerzas de seguridad realizaron ejecuciones masivas y operativos de tierra arrasada. Hubo masacres inenarrables en Guazapa, en Armenia, en Cacaopera, y la que se llevaría todos los créditos: El Mozote, en los municipios de Meanguera y Arambala, en Morazán. A mediados de diciembre, soldados del Batallón Atlacatl, la más sanguinaria de las unidades élite del Ejército, asesinaron y quemaron a un millar de niños mujeres ancianos.

El terror no era nuevo: se había apoderado del país desde mediados de la década de los setenta. La barbarie ni siquiera respetó al arzobispo Óscar Arnulfo Romero, de quien se dice que habría ganado el Premio Nobel de la Paz en 1979 si el Vaticano no hubiera hecho lobby a favor de la madre Teresa de Calcuta.

En ese contexto de locura homicida, ejecuciones sumarias y cuerpos en las cunetas que nadie levantaba por temor a acabar igual, en ese contexto del todo vale, que chafarotes como el militar en sus días de licencia salieran de los cuarteles armados hasta los dientes podría sonar a anécdota intrascendente. Salvo si te llamas Dora Alicia y tu hijo vino al mundo la noche en la que estalla una de esas granadas.

*

EL EMBARAZO no había sido deseado. Nacida en el seno de una familia humilde, Dora Alicia creció en un ambiente enrarecido —disfuncional, lo definirá ella—: padres separados, pobreza extrema, la calle como escuela, un padrastro maltratador... Estudió hasta aprender a leer y escribir en el Centro Escolar Dolores C. Retes, pero ella valora más lo que aprendió de los suyos: ese oficio tan salvadoreño que el poeta Roque Dalton bautizó como los vendelotodo. De lo que alardeará toda su vida no es de resolver logaritmos o de haber leído a los clásicos, sino de que a los ocho años sabía preparar conserva de coco y dulce de nance, y de que ella misma los salía a vender.

Con quince años, la guerra la llevó a vivir a casa de unos familiares en Santa María, un pequeño pueblo en el departamento de Usulután, y allí conoció a William Nelson Parada. Luego todo sucedió demasiado deprisa: se gustaron, se besaron, cogieron, se fueron a vivir al vecino pueblo de Santa Elena, se embarazó. Más luego todo terminó igualmente deprisa: la madre de William Nelson, que nunca vio con buenos ojos a la joven, alentó a su hijo a irse indocumentado a Estados Unidos, como hicieron cientos de miles que huían de la guerra (3). El joven partió al norte con un coyote al que se le pagó con la venta de una vaca.

Dora Alicia, con más de tres meses de embarazo, regresó obligada junto a su madre y hermanas al mesón de la Panamericana que explotaría medio año después.

El 8 de febrero, catorce días después del parto, la abuela, Juana Isabel Ascencio, se acercó con el bebé en brazos a la Oficina del Registro Civil de la Alcaldía de San Miguel. En el folio 66 del libro primero del año 1982, manuscrita y firmada por el jefe del registro, quedó inscrita la partida de nacimiento de Gustavo Adolfo Morales —así, solo el apellido materno—, nacido el 25 de enero de 1982 a las doce horas y treinta y cinco minutos, hijo de Dora Alicia Morales Granados, residente en la colonia Panamericana, de profesión u oficio domésticos y nacionalidad salvadoreña.

Para entonces el Directo no significaba nada en San Miguel.

La Mara Salvatrucha no significaba nada.


(3) En San Miguel la guerra se vivió con especial intensidad. Se disparó una migración que, con los años, cristalizó de dos maneras antagónicas: por un lado, permitió que uno de cada cuatro hogares afrontara la pobreza con un ingreso adicional en forma de remesas; por otro, convirtió la ciudad en un recibidero perenne de deportados.

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⏰ Última actualización: Sep 07, 2018 ⏰

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