capitulo 2

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Estoy ojerosa y, a menudo, la casa, el parque, los bosques, empiezan a girar vertiginosamente dentro de mi cerebro y ante mis ojos.

Trato de imponerme cierto reposo, pero es sólo caminando que puedo imprimir un ritmo a mis sueños, abrirlos, hacerlos describir una curva perfecta. Cuando estoy quieta, todos ellos se quiebran las alas sin poderlas abrir.

Llega el día de nuestro décimo aniversario matrimonial. La familia se reúne en nuestra hacienda, salvo Felipe y Regina, cuya actitud es agriamente censurada.

Como para compensar la indiferencia en medio de la cual se efectuó hace años nuestro enlace, hay ahora un exceso de abrazos, de regalos y una gran comida con numerosos brindis.

En la mesa, la mirada displicente de Daniel tropieza con la mía. Hoy he visto a mi amante. No me canso de pensarlo, de repetirlo en voz alta. Necesito escribir: hoy lo he visto, hoy lo he visto. Sucedió este atardecer, cuando yo me bañaba en el estanque.

De costumbre permanezco allí largas horas, el cuerpo y el pensamiento a la deriva. A menudo no queda de mí, en la superficie, más que un vago remolino; yo me he hundido en un mundo misterioso donde el tiempo parece detenerse bruscamente, donde la luz pesa como una sustancia fosforescente, donde cada uno de mis movimientos adquiere sabias y felinas lentitudes y yo exploro minuciosamente los repliegues de ese antro de silencio. Recojo extrañas caracolas, cristales que al traer a nuestro elemento se convierten en guijarros negruzcos e informes. Remuevo piedras bajo las cuales duermen o se revuelven miles de criaturas atolondradas y escurridizas.

Emergía de aquellas luminosas profundidades cuando divisé a lo lejos, entre la niebla, venir silencioso, como una aparición, un carruaje todo cerrado. Tambaleando penosamente, los caballos se abrían paso entre los árboles y la hojarasca sin provocar el menor ruido.

Sobrecogida me agarré a las ramas de un sauce y no reparando en mi desnudez suspendí medio cuerpo fuera del agua.

El carruaje avanzó lentamente, hasta arrimarse a la orilla opuesta del estanque. Una vez allí, los caballos agacharon el cuello y bebieron, sin abrir un solo círculo en la tersa superficie. Algo muy grande para mí iba a suceder. Mi corazón y mis nervios lo presentían.

Tras la ventanilla estrecha del carruaje vi, entonces, asomarse e inclinarse, para mirarme, una cabeza de hombre.

Reconocí inmediatamente los ojos claros, el rostro moreno de mi amante.

Quise llamarlo, pero mi impulso se quebró en una especie de grito ronco, indescriptible. No podía llamarlo, no sabía su nombre. El debió ver la angustia pintada en mi semblante, pues, como para tranquilizarme, esbozó a mi intención una sonrisa, un leve ademán de la mano. Luego, reclinándose hacia atrás, desapareció de mi vista.

El carruaje echó a andar nuevamente y sin darme tan siquiera tiempo para nadar hacia la orilla, se perdió de improviso en el bosque, como si se lo hubiera tragado la niebla.

Sentí un leve golpe azotarme la cadera. Volví mi cara estupefacta. La balsa ligera en que el hijo menor del jardinero se desliza sobre el agua, estaba inmovilizada detrás de mí.

Apretando los brazos contra mi pecho desnudo, le grité, frenética: —¿Lo viste, Andrés, lo viste?

—Sí, señora, lo vi —asintió tranquilamente el muchacho. —¿Me sonrió, no es verdad, Andrés, me sonrió?

—Sí, señora. Qué pálida está usted. Salga pronto del agua, no se vaya a desmayar —dijo, e imprimió vuelo a su embarcación.

Provisto de una red, continuó barriendo las hojas secas que el otoño recostaba sobre el estanque...

la ultima nieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora