“La integración de los seres constituye una realidad innegable y perfecta a la que ciertamente destinados los mortales se encuentran.”
Bienvenido al Universo de los Dresde, donde se cultivan las estrellas en el oscuro campo de los dioses.
Con los Dresde no existe la gran controversia polisémica relativista sobre el origen de su especie, de su mundo y de sus dioses, puesto que ellos fueron lo primero, los que observaron la creación y dataron todo cuanto de ella fueron testigos y pudieron aprehender con su estupenda conciencia que les fue otorgada. Es más, suele decirse que, en un simple Dresde, reside la fórmula para desarrollar todas y cada una de las cosas que lo rodean, es una respuesta y no un enigma lo que comprende a estos cordiales y gráciles seres. Un Dresde es ser muy curioso, en realidad, busca saberlo todo, y puede acceder a las respuestas que necesita con tan sólo tocar un árbol o escuchar el sonido de la brisa internándose en su cuerpo, eso sí, así como puede obtenerla, ha de compartirla, puesto que cada vez que un Dresde se conecta, ha de abrir todos sus conocimientos a cualquiera de los que estén mirando, buscando una respuesta que ellos posean. No se trata de un ser ambicioso, simplemente le interesa desarrollar un medio que le traiga complacencia sin afectar a nada ni a nadie, respeta el ciclo de la vida, de los objetos, y en él, no existe la añoranza por vivir aún más allá de lo que fue destinado, puesto que sabe que la esencia de la vida radica en lo efímero de su virtud, pondera al individuo sobre el bien y así ha evitado múltiples confrontaciones. Para los Dresde, todo cuanto encuentran en su mundo tiene utilidad y valor inherente, más no es un objeto noble por su belleza, sino por la función que cumple y los materiales que de él derivan gracias a su ingenio. Así piensan los Dresde y es como han sabido organizarse desde un comienzo.
Previamente se dijo que los Dresde no tienen leyendas, sino sueños, puesto que en ellos no hay especulaciones, sino hechos, y todo cuanto es fantástico, es inmediatamente aclarado y reconocido como fabuloso. No necesitan hablar, no son como los hombres, no se los limita a obedecer una lengua, un dialecto, su medio de comunicación está integrado en su código genético, lo hacen por naturaleza, porque saben que sus cuerpos comparten un origen, una estructura, un mundo, y sabrán entenderse sin complicaciones, sin circunloquios, sin interpretaciones vanas y ambiguas. Lo hacen en el tacto, en el íntimo y gentil acto de tocarse, de permitir a un cuerpo invadir el suyo y posarse en su órgano más externo y relevante, la piel, cubierta de marcas que resplandecen en la oscuridad e incluso en la luz tenue, y que cual lienzo refulgente, dibujan sinuosos meandros en toda su superficie tersa y continua, tatuajes, por así decirlo, únicos, que los acompañan desde el nacimiento hasta la muerte, y que son una clara visión de la pureza en su alma, de los valores que defienden. Así lo hacen y no han hecho, una comunicación clara, sin canales ni códigos que limiten su comprensión, sin claves o paradojas, sin mensajes ocultos o códigos especiales que puedan llegar a formarse. Esto los vuelve sinceros, para un Dresde, la mentira no existe como concepto real, es una imposibilidad en su condición más primitiva, por naturaleza se trata de seres sensatos y la perfidia, simplemente no está definida en su vocabulario.
Pero bueno, se preguntarán cómo surgieron estos seres tan dóciles y veraces, puesto que obedecen a la razón y repudian la violencia en todas sus facetas. Y la respuesta es simple, o por así decirlo, completa, y es que todo nos conduce al origen de sus dioses, de las maravillosas y desconocidas divinidades que rigen los fenómenos naturales en su mundo, a las cuales, pocos de ellos conocen o han escuchado hablar, puesto que se les está prohibido a los mortales entrar en contacto directo con lo divino, mantenerse más allá de cierto tiempo en el hogar de los eternos, en la tierra que nunca oscurece, en el Santo Firmamento, así lo llaman, puesto que aquello resultaría mortal o terriblemente dañino para los organismos que osaran ir en contra de la norma.
Los viejos poetas de entre los Dresde, a quienes se les atribuye el don de la clarividencia, aseveran que los dioses tuvieron sus razones para establecer esta norma, para evitar relacionarse en lo más mínimo con sus efímeras, variadas y bellísimas creaciones, puesto que, en un tiempo pasado, perdido, olvidado a la fuerza, descubrieron que hacerlo (vivir junto a los mortales), resultaba muy perjudicial para el balance natural. Los mortales anhelan conocer el Universo en su magnífica extensión y complejidad con un tiempo y capacidades absurdamente limitadas, irracionales, esto es el principio de la curiosidad. Para vencer este límite, ambicionan ir en contra de su naturaleza, ser capaces de controlar aquello que no está en sus manos y que nunca lo estará, maldicen su impotencia y no admiten fronteras o umbrales en su deseo por alcanzar aquello que les fue privado, algo abstracto, conocido como felicidad, la mejor y el mayor de todos los bienes, uno tan grande que de él provienen todos y de él participan. Puesto que todos los bienes les resultan inalcanzables, buscan desesperadamente acceder a ellos a toda costa, y parecerse aún más a los Dioses, unas supuestas figuras antropomorfas que viven en felicidad y eterno placer, un regalo injusto para mentes poco cautelosas, una maldición, para otras más reflexivas. Los dioses son felices, pero son varios e independientes. Aquello iba en contra del silogismo, la felicidad únicamente podía residir en un ser, en un momento, en una acción suprema, ¿cómo era posible que fuesen felices cada uno por separado, sin poseer el uno al otro previamente? Los Humanos no lo comprendieron entonces, los dioses no eran seres felices, eran seres muy tristes y precavidos, sin alma, sin escrúpulos, sin verdaderos sentimientos esporádicos y pasiones desbordantes. Aquello fue lo que los distanció hasta perderlos. Aquello, la ambición de alcanzarlos, fue lo que obligó a los verdaderos dioses a abandonarlos de una vez por todas, ¿a su suerte? Obviamente no, puesto que los dioses difícilmente se equivocan, y sobre todo, jamás se valen del azar para tomar una decisión relevante, si no que los dejaron a medias, en potencia, con la capacidad para superar un umbral, el de la ignorancia, y de no hacerlo, sufrir todas sus consecuencias. (Las que más tarde llegarían en los primeros nacidos)
Los dioses despertaron, así es, ellos no nacieron, no tuvieron progenitores, ni ascendencia, nada que para ellos pudiese ser más valioso que sus compañeros o su propia existencia. Los dioses eran en esencia, perfectos, nada hubo antes, y todo lo que surgiría después estaría plagado de su divino ingenio. Llegaron de la playa, así lo pregona el oráculo durante la estación de las flores, abrieron los ojos en un mundo vacío, "despertaron" sabiendo el nombre, la composición y el origen de todo cuanto existía, y ello les dio poder, la sabiduría que los Humanos tanto anhelarían poseer. Surcaban la profundidad del espacio con tan sólo enfocar su mirada en una estrella, en una diminuta partícula de polvo. El cosmos era pequeño, en realidad, ellos decidieron que se expandiese, le brindaron esa cualidad, porque, a fin de cuentas, todo era lo mismo, solamente su organización era distinta. En la playa, (su origen), empezaron a dibujar el mundo con sus manos y sus mentes, con ideas que aprendieron de una realidad pasada y un Universo diferente. Extendían sus brazos, y con ellos, alcanzaron los bordes del mundo, respiraron profundamente, y en el acto dieron vida a los vientos, a las tormentas, a los torbellinos.
En un principio, utilizaron arena, había tanta, que un mortal difícilmente acabaría de recogerla en un millón de sus vidas, con ésta le dieron forma al mundo, la compactaron e hicieron roca, la rompieron y obtuvieron tierra, y así, en un tiempo considerable, hubieron creado el relieve de nuestro mundo. Los dioses sonreían, veían como a partir de un elemento común podían obtener un millar de formas y variedades de objetos, muy, en extremo similares a los que conocieron alguna vez.
Se dice que regaron el mundo con las aguas de aquel vasto océano, y en el proceso, ésta fue perdiendo su sal, surgió agua dulce, los dioses la probaron, les pareció novedosa pero no superior a la que recibiera sus pies descalzos cuando llegaron al alba, este líquido era muy parecido al que en su antigua morada regaba los campos y les empapaba la punta de los dedos cuando por diversión los soltaban, como si mediante aquel gesto revolviesen la espuma del océano, ahora concentrada y constante, dispersa en los cielos.(Recordemos que al conocer todo cuanto existe, no se tienen preferencias absurdas.) Dibujaron como rastros en la arena, canales profundos y otros cristalinos, ríos y arroyos, algunos de los mismos cobraron ciertas propiedades muy peculiares, puesto que brillaban incluso a plena luz del día, eran distintas a las que bebían los mortales de la dimensión paralela en la que se inspiraron. Algunos de estos canales aún perduran y han ido envejeciendo hasta carcomer la duramadre, siendo muchos peligrosos, para caminantes incautos que merodean las riveras en busca de falso provecho.
Los dioses jugaban en la arena de la playa, la recorrían en la forma que los mortales, en su absurdo intento por comprender lo divino, habían relacionado con su procedencia. A pie, descalzos, dejando que la materia física entrase en contacto con su espíritu. Es extraño, pero los seres eternos únicamente pueden entrar en contacto con seres inertes, de lo contrario, resultarían en extremo virulentos y mortíferos para quienes lo hicieran sin un filtro, sin una capa que les brindase cierta protección.
Los dioses podían comprender la entera y extrema belleza de sus semejantes, no necesitaban voltear y mirarla, puesto que únicamente los mortales están limitados a una visión fragmentada, muy propensa a perderse y volverse desagradable con el pasar del tiempo. Los dioses, en cambio, contemplan todo, en absoluto detalle y minucioso cuidado. No tienen sombra, puesto que la luz los atraviesa para evitar su intervención en el mundo de los mortales. Los dioses no sudan, puesto que la fatiga es cosa de mortales, no descansan, incluso les está vedado el sueño, pues los inmortales no requieren de aquella fantástica dimensión para moldear el mundo que se les ha sido confiado.
De los Dioses y los Humanos
En realidad, los dioses del pueblo Dresde conocieron a los Humanos, es más, aguardaron con quietud y cierta ansiedad durante muchas estaciones su inminente llegada. Vieron agonizar al Sol y surgir a la Luna durante incontables ocasiones, asistieron a la muerte de árboles que sembraron entre las alamedas de sus gigantescos jardines, contemplaron insólitos como rocas que con esmero constituyeron en lo más externo de la tierra, se meteorizaban, erosionaban y pulverizaban con el viento que habían infundido en un comienzo. Perdieron estrellas dispuestas en el bellísimo lienzo que constituía el firmamento nocturno, las vieron apagarse y nunca más regresar, así como se permitieron contemplar sus espectaculares nacimientos y sus colapsos indescriptibles en Súper Novas. Los dioses aguardaron, pues los humanos no eran creaciones suyas, provenían directamente de la Piedra del Éter, era ella quien les influenciaba vida, quien había decido su llegada, su comienzo y su fatídico destino desde el principio. Algunos dicen, pues no está muy claro su origen, que de las aguas del océano Pacífico, el más amplio y bello, durante la oscuridad solemne y silenciosa de una noche de marzo, emergieron los primeros nacidos, vestían nada más que sus cuerpos desnudos, cargaban consigo únicamente el peso de su cuerpo repleto de imperfecciones diminutas, caminaban con la mirada al cielo, como si de allí realmente proviniesen y anhelasen el regreso. Sentían hambre, dolor, frío, soledad, sus cuerpos se fatigaban con la facilidad de un infante y se lastimaban con la fragilidad de la avena tierna que se recoge en los campos. Los dioses, por primera en muchísimo tiempo, que no existía hasta la llegada de los Humanos, sintieron algo distinto y peculiar, obsesivo y regocijante, “curiosidad”, así la llamaron, una sensación que compartirían en desventaja con los recién llegados del océano, a quienes admiraron desde un principio.
A diferencia de los dioses, los humanos padecían los infortunios de su mortalidad y se veían terriblemente obligados a obedecer con sumisión, las leyes físicas y naturales que caprichosamente los doblegaban con el más simple de sus dictámenes. Así fue al comienzo y sería siempre, una especie, de entre muchas, con la capacidad intelectual de trascender el umbral de la existencia viviente hacia la divina plenitud de la razón, un ser que no se contentaba solamente con obedecer un ciclo determinado y riguroso, sino que ambicionaba con zafarse de él, con ignorarlo e incluso olvidarlo por completo. El Humano, desde sus orígenes, se imponía a las circunstancias, a las condiciones, a la mala suerte, y de esa manera lograba sobrevivir con el orgullo que día tras día iba creciendo en su limitado y devastador recipiente de sentimientos, el corazón.
Cuando los vieron, creyeron que podrían acercarse, colmarlos de su gracia y facilitar su transición al estado más bello y perfecto de todos, pero no fue así, y existe una leyenda que trata específicamente sobre aquello, puesto que para ambos (dioses y humanos) resultó una auténtica sorpresa el no poder llegar a contemplarse de manera directa y pura.
Ariana, la primera de entre las jóvenes humanas que nacieron junto al Nilo en época de lluvia, se encontró con uno de estos dioses que tan furtivamente se había acercado entre papiros y arbustos lozanos. Por un momento el encuentro fue maravilloso, en realidad, parecía que ambos iban a conocerse. El dios estaba maravillado, en realidad, jamás había tenido las agallas de conocer a un humano por su cuenta, sin consultarlo con los demás previamente, pero, por lo que ya sabemos, un dios no requiere permisos o concesiones, puesto que todo cuanto está en su obrar es perfecto y correcto. Sin embargo, la ignorancia propia de seres desconocidos y gráciles, terminaría siendo la condena más dolorosa y aterradora de todas.
En cuanto el dios decidió mostrarse, la humana, consternada por su repentina aparición, no pudo sino quedarse en completo silencio, con los ojos tan abiertos como platillos de porcelana recién pulida que sin pestañar encaraban la verdad, el bien supremo, un dios en su más pura y augusta forma. Ella no supo que decirle, puesto que no tenía idea de cómo se comunicaban aquellos seres magníficos y refulgentes, que cual estrellas se encendían a pocos pasos. Él, un dios, conocía el dialecto que los Humanos empleaban para comunicarse, casi tanto como el reverso de una hoja, lo sabía a la perfección, conocía cada gesto y tono, propio de una pronunciación forzosa de aquellos seres tan confusos. No tenía que esforzarse siquiera en comprenderlo, puesto que, para un dios, la memoria es tan vasta como el Universo mismo y clara como el alba en los días de junio, así que su único y primer dilema fue lo que debía decirle y cómo debía hacerlo de una manera apropiada. Para su suerte, no tuvo que reflexionar demasiado, puesto que la humana distrajo su atención por una epistaxis que poco a poco iba cobrando fuerza al abandonar sus fosas nasales y se regaba en su barbilla. Quería seguir mirándole, así que no se preocupó lo suficiente por ello, sus ojos se habían tornado casi tan claros como las aguas del torrentoso río cuando un relámpago se hacía escuchar a la distancia y derramaba su luz sobre ella. El dios comenzaba a preocuparse, debía hacer algo, intentó sanarla, pero sus poderes no surtían efecto en los humanos, sentía impotencia, por primera vez, desde que despertase muchísimo tiempo, sentía impotencia, no podía hacer nada por ella. Trató de huir, pero los dioses nunca vuelven la mirada, no pueden dejar de apreciar toda la creación y aquello se convirtió en una terrible maldición, puesto que atestiguó como su tímido encuentro acabaría en una tragedia inevitable. La joven Humana había contemplado la verdad, la belleza y la felicidad en aquella figura uniforme y tranquila, pero ahora estaba irremediablemente condenada a sucumbir de una manera triste y dolorosa. Cayó de rodillas, ¡se estaba muriendo! Sería la primera de los Humanos en hacerlo, ¡asesinada por la inocencia de un dios! Trató el eterno de buscar ayuda, recorrió todo el espacio entre los átomos tratando de encontrar una solución viable, consultó con sus hermanos, pero estos se negaron a ayudarle, o más bien, no deseaban admitir su absoluta incapacidad en el tema. El dios estaba desesperado, aquello era terrible, nefasto y absurdo. Así que recurrió al último medio que le quedaba, la Piedra del éter. (Para acceder a ella hace falta viajar hasta el centro de la galaxia, en donde todo comenzó) La contempló por un momento, los dioses le guardaban merecido respeto y trataban de evitarla en lo posible, les inspiraba temor, puesto que no la conocían, no sabían de donde había salido ni que contenía dentro. El dios, venciendo todo protocolo, en un arrebato de audacia, trató de tocarla, pero sintió que una capa de cristal impenetrable frenaba sus impulsos por alcanzar el contenido en su interior. La piedra le habló en el lenguaje de los eternos, y éste comprendió, nada podía hacerse, puesto que ya había sucedido, solo le pidió un favor, una delicadeza, algo insignificante, quería tener la capacidad de encontrarse con los humanos y demás seres vivos, quería compartir el mundo con su creación y los recién llegados. La piedra accedió, pero si alguna vez llegaba a arrepentirse, ya no podría volver a hacerlo, a excepción de ciertos casos. El dios agradeció y regresó ante la humana. (Todo esto lo había hecho en un periodo de tiempo despreciable) Sostuvo el brazo de la muchacha, con uno suyo, su sangre e regó la piel tersa y agradable. La tomó en brazos, evitando que se desplomase, la miró profundamente, tenía pena y estaba desesperado. Le dio un beso en la frente, la humana se quedó dormida con este gesto, puesto que luego descubrirían que haciéndolo podían conducir de inmediato a los humanos directamente al mundo de los sueños. La Humana cerró sus párpados, gotitas de sangre resbalaban por su mejilla. Dejó de respirar, sus latidos se detuvieron lentamente, como una locomotora que se apaga en un desesperado intento por detenerse, finalmente sonrió, y una pequeña sustancia carmesí, abandonó su pecho y se dirigió a las estrellas. Únicamente la vista de un ser divino podía seguir el curso de aquella mística sustancia, hasta alcanzar la Piedra del éter, en el centro de la galaxia.
Fue así como juzgaron pertinente abandonar todo contacto con los Humanos, puesto que incluso sus cuerpos efímeros e incapaces de regocijarse y contener augusta esencia, no eran adeptos para mantener su forma por más de pocos minutos. De vez en cuando debían reponerlos, recrearlos y diseñarlos nuevamente, y esto, para un Dios, era algo incomprensible. La materia de sus trajes se pulverizaba, puesto que nada puede vilmente contener lo divino en su infinita complejidad y belleza.
El Dios que estuvo involucrado en la muerte de la joven humana fue víctima de inquina semejante a la indiferencia, a la negación, al peor de los castigos, "el olvido" forzado y aceptado por los hijos de la Piedra que tanto añoraba recibir. Tal vez y solamente tal vez, sería este el origen de aquella vil existencia que abandonaría su brillo eterno por una terrible oscuridad perpetua, asolando campos y praderas con la magnífica perfección de su malicia, siendo su único nexo con el mundo, la sonrisa.
Los Humanos la recogerían no mucho después, recostada en una barca forjada con madera y finas sedas, remaches de oro, guirnaldas de perla, flotaban en medio del Nilo, recibiendo en su piel fría y ausente los destellos de una estrella que escapaba al horizonte, que rechazaba contemplar el fatídico suceso. Al tocarla, la barca se esfumó, y en destello se esparcieran sus perlas en todos los campos, en todas las cuencas, fue así como se inspiraron para recorrer el mundo sobre las aguas, y perseguían con afán ambicioso las perlas que crecían en el interior de pequeñas almejas.
El dios no podía devolverle la vida, era una virtud inalcanzable, puesto que había comenzado un nuevo ciclo, el que preside la transmutación de las almas y su división sistemática en función de los cuerpos que despertasen y recorriesen el mundo. Lo aisló la locura, ya no acudía a las estrellas junto a sus hermanos, ya no escuchaba el aliento del océano recorrer su grandeza en solemne parsimonia, ya no miraba más allá de su desesperada impotencia por rehacer lo hecho, pero los dioses no controlan el tiempo de los humanos, si estos han muerto ya. El Dios de la oscuridad, a quien le fue encargado el más terrible de los dones, sin siquiera consultársele, se encargaba de conducir y guiar a las almas en su transición incierta hasta su origen, recogerlas y abrigarlas en su vientre hasta cederlas en la gran Piedra del Éter. Era el único Dios capaz de encarar a los hombres y no hacerles daño, de sentirlos, pero no tocarlos, de escucharlos, pero no entenderlos, no podía compartirles su luz, no podían verlo o sentir su presencia, y su figura se fue esparciendo por las noches, hasta escapar del día, perdiéndose en leyendas, convirtiéndose en sinónimo de crueldad y castigo. El Dios que odió su naturaleza, fue el primero en apiadarse de los hombres y su miserable constitución anatómica, "la oscuridad no era tan mala después de todo", los hacía soñar cuando sus gigantescas manos cubrían las sienes de los Hombres, y les otorgaba un mundo de ensueño, una fantasía atemporal en la que estuviesen libres de todo lazo con la injusta realidad que les fue obligada a obedecer. Una entelequia que comenzaba en el final de su contemplación. El Dios, recogía sus sueños y los añoraba, a veces podía colarse en ellos, a veces, podía negárseles, y muchas veces, simplemente observaba los mundos que creaban los humanos al desprenderse de sus inválidos cuerpos. Sus murmullos eran distantes y quería que lo escuchasen, pero su voz no llegaba hasta los mortales, casi tanto como su luz, resultó un don inservible.
Los Humanos la enterraron porque sentían que la Tierra reclamaba a sus hijos cuando estos han dado ya el primer gran salto, los extraña con maternal afecto y los cuida en merecido silencio. La Tierra, el mundo que es nuestro, se aferraba a los humanos con la ingenuidad de un niño y la virtud de su pureza.
De las Artes y la Guerra
Los Humanos aprendieron de los dioses, y qué eran estos, sino la más bella y perfecta manifestación del cosmos. Les enseñaron a cantar junto al fuego, durante la noche, para que mientras ellos encendiesen las estrellas en su lento paso por la bóveda celeste, su dulce melodía recorriese los grandes salones, animándolos, llenándolos de alegría. Los dioses se sentían enormemente complacidos, puesto que las vibraciones acústicas de los mortales se valían del aliento que ellos mismo habían regado por el mundo, para extenderse y ganar fuerza, hasta deleitarlos en virtuosa plenitud.
Los dioses crearon las estrellas. En un principio el Universo fue tan basto, que decidieron encerrarlas en un gigantesco salón, para apreciarlas sin omitir alguna, al que pudiesen acudir cada noche y cada día para encenderlas nuevamente, solo bastaba una leve e informe insinuación, un “aliento”, para renovar su juventud, para influenciarles nuevo brillo y magnífica existencia a sus destellos agonizantes. Decidieron crear este salón solamente para los Humanos, fue un regalo, un cielo estrellado capaz de encontrarse al crepúsculo y al alba, en el que cada Humano que atravesaba el umbral de la plenitud mortal, accedía y surgía como una nueva marca en el firmamento. Puesto que las estrellas, en el tiempo de los dioses, constituyeron el fulgor de almas puras.
Para fabricar una estrella, los dioses requerían un fragmento del líquido que residía en el interior de la gran Piedra, su “alma”. Lo conservaban en un recipiente distinto al frágil cuerpo que tristemente cargaban los mortales, una esfera de cristal fabricada gracias a la destreza de los dioses, un recipiente casi eterno que permitiría su contemplación absoluta, al que las sombras serían inaccesibles, incluso la más leve oscuridad. Por supuesto, los dioses no podían entrar en contacto con las almas de los mortales, así que las capturaban antes de que su camino hacia la Piedra se completase, de esa manera, recobraban cierta esencia divina, y aquello, les permitía acceder a ellas, en su estado de hibridismo espiritual.
Decían los antiguos registros, que los dioses las disponían en estricto orden, como tratando de otorgarles un significado propio, una merecida coordenada que descubriese su origen y su historia, como si aquella fuese la pista clave para místicos y astrólogos que realmente podían conectarse con su luz blanquecina y plateada, que débilmente dispersaban en la atmósfera.
Las estrellas fueron parte esencial de los Hombres, les permitieron recordar su origen y destino, les servían de guía durante la profunda oscuridad de la noche y de anhelo durante el indiscutible reino de la luz.
Tal vez el relato más preciso que pueda encontrarse relacionado con el empleo del conocimiento en el desarrollo de artilugios, le pertenezca a la misteriosa transmutación de la joven Astrid, humana obsesionada con el arte de la adivinación, la Quiromancia y la misteriosa alquimia que empezaba a cobrar fuerza por aquellos tiempos.
Decían los Humanos, cuyas barbas espesas y oscuras se recogían en enormes trenzas hasta las rodillas, que la joven había nacido con el deseo inquebrantable de hacerse con una estrella, las consideraba tan bellas y atractivas que no dudaría en tener la suya propia. Algunos la recuerdan como una joven de tez pálida, cabello largo, sedoso y oscuro, nariz recogida y cutis atractivo, de ojos grandes y celestes con chispas plateadas, como la lozana primavera en los jardines de Babilonia, cuidaba de su cuerpo con esmero y se dedicaba al estudio sin distracción alguna, solía recorrer largas distancias con la única compañía de su bolso, pergaminos e instrumentos que había ella sola, desarrollado. Concluido su estudio en la academia de varones ilustres y pudientes, abandonó las planicies de su floreciente ciudad en la Magna Grecia, cruzó desiertos abrazadores, ríos caudalosos, bosques escalofriantes y cordilleras en extremo peligrosas, para reunirse con un hombre de baja estatura, cuyo nombre se ha perdido entre los pergaminos y tablillas de arcilla que usualmente solían emplearse. El famoso vidente de los Himalaya, a él se destinaron todas sus preguntas y vagos pensamientos que aún no se hallaban resueltos, una miríada de cuestionamientos filosóficos y químicos. Allí, en el santuario de los monjes eunucos, encontró cierto conocimiento perdido y temido, que le ayudaría a encontrar la manera más dulce para encantar a las estrellas y capturarlas. Pues como se sabe, las estrellas tienen alma y son en parte humanas y en parte divinas, y un humano, puede capturarse con sumo cuidado y poco esfuerzo. Desarrolló un método análogo al de los dioses sin siquiera conocerlo, creyó encontrar las respuestas que saciarían sus ansias de conocimiento y ambiciones extrañas, pero terminó por afrontar nuevas preguntas, enfrentó dilemas en solitario, asumió conocimiento inaccesible para los humanos, y aquello, la condujo a la demencia que había corrompido la genialidad de su mente. Llegó a determinar que las estrellas podían ser utilizadas para elaborar una poción pestilente y amarga, que aseguraba, concedía la juventud eterna o podía sanar un mal otrora incurable que afectase al que la hubiese bebido. El único precio por semejante crimen era la inmortalidad, un bien tan deseado como dañino para seres cuya naturaleza hubiese rechazado desde un comienzo su virtud. Así que la joven, ambiciosa y ahora enajenada alquimista, decidió, muy a pesar de la advertencia que hubo recibido en sueños, elaborar la infame poción, a oscuras, creyendo que sus actos pasarían desapercibidos para los omnímodos dioses.
Cierta noche, habiendo descifrado el ritual para capturar una estrella, se dispuso a efectuarlo con la celeridad pertinente. Tomó entonces una bellísima y tersa perla enteramente blanca, la calentó en una infusión de hierbas exclusivísimas que había recolectado durante años en las orillas y mercados de todo el Mediterráneo, adquirió un ligero brillo y la envolvió cuidadosamente en rollos de papiro, depositándola gentilmente en un pequeño frasco de cristal minuciosamente preparado, que había intercambiado por un elefante diminuto de marfil blanco a los comerciantes de un mercado en Menfis. En el interior del frasco vertió algo de agua que había conseguido del océano infinito que se extiendo en la Hispania y esperó. Solamente le faltaba un macabro ingrediente a su pócima, que hasta entonces gozaba de un aroma tan dulce como agradable, aquello era, sangre de un moribundo.
Por aquel entonces, los Humanos, alejados de las enseñanzas de los dioses, comenzaron a interpretarlos según su limitado vocabulario y erraron en muchas señales que les fueron dadas. Fue así como surgieron las primeras querellas, que poco a poco se tornaron violentas y sangrientas, cobrándose las primeras vidas por ignorancia y estupidez. Astrid sabía que aquella noche sería castigado uno de estos deleznables seres con la pena capital, que poco o nada había sabido hacer de su vida, pero que, sin embargo, como todo ser humano, poseía el componente esencial de la divinidad, que no podía ser afectada por sus actos de extrema osadía y malicia. Así que se acercó al lugar en que sería llevada a cabo la ejecución, asegurando que necesitaba entrevistar al juzgado para cierta hipótesis que buscaba probar, lo cual no era del todo falso, y, mientras el mencionado dormía, le extrajo, con un fino corte realizado con obsidiana, la sangre que tanto había estado buscando.
Astrid acercó otro frasco de cristal con un líquido carmesí que mantenía a temperatura conocida para evitar su coagulación, esperó hasta que los primeros destellos de la mañana le tocasen, pues sería entonces llevada a cabo la ejecución. Y así lo hizo, con delicadeza vertió el contenido en el frasco de la perla, y esperó a que alguna reacción desconocida y mística sucediese. Pero muy a pesar de sus ambiciosas expectativas, no obtuvo nada, supuso que la ejecución se había detenido o postergado, lo cual arruinaría todo su esfuerzo y en sí, su pócima tan exquisitamente preparada. Se acercó a tientas hasta el sitio de la ejecución y allí lo vio desplomado en el suelo, con la cabeza recogida y una mancha de sangre que a cada instante aumentaba su extensión, regando el campo con su infame contenido. Regresó corriendo hasta su casa, sabía que pronto llegaría el momento de su triunfal acto, pero no fue así. Al llegar, la infusión seguía hirviendo y nada nuevo se manifestaba, así que se recostó a esperar. Un sabor amargo se regaba por sus labios, hasta alcanzar sus papilas gustativas, el desagradable sabor de la derrota y la indignación en una empresa tan minuciosamente preparada, años de preparación física e intelectual, peripecias inconcebibles y tratos de comercio netamente inaceptables. Esperó con ansias, jugaba con las esferas de porcelana que decoraban el lecho de su cama, se veía entonces así misma, persiguiendo estrellas, raptándolas, jugando con ellas sin detenerse en la inmensa bóveda celeste. Aguardó hasta quedarse dormida, en un profundo y merecido sueño, un letargo tan reparador como devastador y tan propicio como reconfortante al terminarse. Así fue, pues, como nació la primera estrella en los brazos de los Hombres.
La despertó una luz tremenda y tibia que le acariciaba gentilmente los párpados, como si la mañana hubiese desprendido sus rayos en una simple y funesta variación al tragaluz que iluminaba considerablemente su laboratorio. Despedazó la celosía de sus ojos y no pudo hacer más que acercarse de espaldas, volteando casi de inmediato con una exclamación de victoria contenida en sus agitadas fauces. Sabía que lo había conseguido, pero sus nervios evitaban que festejase de inmediato, y se limitaba entonces a esperar todo cuanto pudiese surgir de una improvisada pretensión por sofocar a su refulgente estrella. Decidió atarse un pañuelo que le cubriese la vista, y encaró el excitante desafió de acercarse. La tomó entre sus brazos con la delicadeza de una nóvele madre que mantiene en su regazo al recién nacido, tras abandonar su vientre ensangrentado, en un inútil esfuerzo por mantenerlo junto a ella, o podría decirse que simplemente la sostuvo, como una mera servidora con el temor de resbalar y sufrir una vergonzosa represalia por su descuido, pues el frasco aún la distanciaba de su divino y ansiado contenido.
Se dice que Astrid la ocultaba en una pequeña recámara anexa a su laboratorio, en la que recibía la gracia de la luna menguante, y la sacaba todas las noches para contemplarla a través de varios cristales oscuros que le permitían observarla con una claridad soportable. Así fue, hasta que cierta noche un Hombre de mediana estatura la contempló por un pequeñísimo agujero de la puerta corrediza que la resguardaba en su interior, lo hizo mientras regresaba de una cosecha que le había tomado hasta la noche completar, una oportunidad que durante aquella luna llena resultaba imprescindible para tan empeñado agricultor.
La curiosidad lo obligó a adelantarse con tímido oportunismo, sin saber que en el interior de aquella recámara tan extraña, encontraría la más nefasta y violenta ceguera que pudo alguna vez imaginar. Así es, los humanos no son capaces de contemplar lo divino sin un filtro de por medio, no pueden siquiera comprenderlo o imaginarlo, pues estar en contacto o ser testigos de su grandeza les resultaría terriblemente fatal. Así fue, que el frasco de Astrid y el aceite le salvaría la vida, pero le costaría la vista, por esta razón la alquimista únicamente la contemplaba a través de cristales oscuros, o incluso con inciensos de pudiente adquisición.
El Hombre abandonó el pequeño agujero por el que había husmeado, corrió sin detenerse hasta llegar al pueblo, lo supo por el sonido de los perros que ladraban con desesperación ante la presencia de aquella figura, ladridos que poco a poco se hacían más potentes. Advirtió entonces, a todos cuantos pudo encarar que en la casa de la joven e introvertida alquimista, existía una joya de incomparable belleza, cuya mera contemplación podía dejar ciego al incauto, como a él le había sucedido. Los vecinos que acostumbraban sentarse y recostarse para contemplar las estrellas se mostraron interesados por su increíble relato, en el que no podía sino continuar la extensa ovación que le hacía al objeto. Los curiosos, que por cierto son muchos, se aproximaron a la rendija que había mencionado su ahora afligido compañero, con mucho cuidado trataron de abrir lentamente los ojos, pero el resultado era el mismo, sin importar la dimensión o la apertura, los dejaba ciegos, así que la gente le temió, y esperó hasta la mañana para cuestionar a Astrid sobre el contenido de su laboratorio.
-Es una estrella. Contestó, dándole desmerecida importancia a su bellísima posesión, como si aquello no la hubiese tomado por sorpresa o la tuviese sin cuidado alguno. Así que continuó explicando a un sinnúmero de holgazanes, que se reunían con la esperanza de escuchar su hazaña, los cuidados y precauciones que debían tenerse para evitar sufrir de males como la ceguera o incluso otros peores. Obviamente ella no tenía planeado compartir su descubrimiento en tan breve lapso, pero el azar, la fortuna o el destino le habían asignado semejante designio, así que, para mantenerla en resguardo, inventó una historia y una maldición relacionada con ella, puesto que, aseguraba que tan solo tocarla o acercase más allá de la puerta, concedería una muerte instantánea y poco grata a cualquiera que osase tomarla o llevársela.
La gente del pueblo comenzó a tenerle cierto respeto, o incluso temor, influenciado por una serie de rumores que se propagaban a una velocidad alarmante. Se decía que aquellos que la habían visto terminaban desquiciados y perdían la vista, o que incluso algunos habían muerto pocos meses después de verla directamente. Esto no le trajo nada bueno a la joven alquimista, puesto que la gente la trataba con indiferencia, evitando relacionarse con ahora tan misterioso y terrible personaje que poseía una estrella en el laboratorio de su casa. Pasaron los días, las noches y el invierno llegó, el más crudo y glacial que se ha visto desde la época en que llevaban pesadas pieles para cubrirse y sobrevivir con esfuerzo de brotes escasos y animales renuentes a tomar los pasos en que humanos solían asentarse. Nadie se preocupó por Astrid, quien ciertamente empezaba a recluirse en el estudio de la materia y de las primeras causas, olvidándose incluso de su alimentación y protección para el tan desfavorable clima, volviéndose misántropa y de escaso trato. Pero, sin embargo, únicamente su modesta construcción se mantenía libre de nieve y el viento no hacía sino calentarse y refugiarse en el interior de la misma. Los meses pasaron y el mal tiempo no cedía, imploraron a los antiguos y nuevos dioses, les rezaron con esperanza ahogada en sollozos y desesperación, exigieron buenos tiempos y condiciones favorables, pero aquello no hacía sino incrementar la cólera de los vientos alisios y de las más brutales tempestades. Finalmente terminaron por recurrir a su brillante científica, la misma que desarrolló los canales de riego, simulando los meandros de la selva tropical o las venas del cuerpo en los humanos de tez blanca, la que traía especias extrañas de lugares distantes y preparaba ungüentos de todo tipo, para cualquier necesidad o emergencia, pero que sin embargo rehuían de su contacto o su compañía. Ella, a diferencia de lo que acostumbraba hacer, no se dignó en ayudarles, asegurando que por esa misma razón los dioses les estaban dando una señal, puesto que la gente poco a poco se había corrompido, dando gracias solamente por aquello que le complace en sobremanera y le es útil momentáneamente, y no por lo que le ha sido otorgado y posee con tan indigno cuidado. Astrid, aseguraba que los dioses querían que se relacionasen más con su creación, o al menos eso fue lo que escuchó decir de un oráculo muy confiable en las afueras de Atenas.
La gente del pueblo la consideró egoísta, pues era ella la única que no padecía las neuralgias propias del frío y los espasmos de dolor provocados por las inflamaciones y dolores de su sistema respiratorio. Pero no era así, y nada podía hacer para ayudarles en sus labores, pues no tenía el apoyo necesario para emprenderlos, o la voluntad elemental para iniciarlos.
En contraste a su actitud meditada y bondadosa, las personas cuyo ennegrecido corazón había impulsado a tomar una decisión absurda y desagradable, trataron de robarle su estrella, fuente de luz tibia y constante, de calor comparable con los rayos solares en verano. Y así trataron, puesto que durante el intento muchos de estos murieron, tratando de alcanzar la estrella con sus manos y retirarla del frasco en el que flotaba con misteriosa parsimonia.
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Cuentos para Niños Dresde y Humanos Empedernidos
FantasyRenunciar al origen de los sueños y la verdad en las primeras ocasiones de tenerlos, corresponde el error de todo adulto dispuesto a sacrificar sus más humildes ilusiones en el acto de crecer a pesar de resistirse a los cambios que produce el tiempo...