V.

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—¡Ringo, detente! ¡Por favor, por favor!

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—¡Ringo, detente! ¡Por favor, por favor!

El hombre en silla de ruedas se paralizó en el sitio. Sus manos apretadas sobre las agarraderas, su frente perlada por el esfuerzo que le suponía moverse a tal velocidad. Cuando giró a contemplar a Amelia, el color de su piel era igual al rosa de los melocotones recién nacidos.

—¿Detenerme? ¿¡Cómo te atreves a decirme que me detenga!? —La voz casi no salía de sus labios, tan apretados que eran una sola línea blanca. Manchas pálidas empezaron a nacer en los alrededores de la nariz—. ¡Siquiera pedirme algo o hablarme fuera de nuestra hija es un insulto! ¡Ya lo hemos conversado, Amelia!

Sin más que agregar, volvió a girar y a proseguir su marcha. Los pasos de Amelia le hicieron rodar los ojos, en especial cuando se posicionó frente a él con los brazos abiertos, la mirada determinada y llena de lágrimas.

—Aún no hemos hablado sobre lo que sucedió. No me he disculpado de forma apropiada.

—¿¡Qué hay que hablar, Amelia!? ¡Dime! —El grito salió como el bramido de un toro al ser herido—. ¡Te acostaste con el profesor de Wilkie, joder! ¡Mientras yo me estaba muriendo entre operaciones y estas putas piernas, tú te le encaramabas como una perra en celo!

La puerta de la habitación más cercana se abrió. Un familiar del paciente asomó su rostro, las ojeras de cada padre viéndose reflejados en los pozos bajo sus ojos. Así como el ceño fruncido en su frente.

—Arreglen sus problemas familiares en otro lado. Mi hija está intentando dormir.

De un portazo, volvió adentro. La pareja escuchó murmullos adentro, seguramente contra ellos y el escándalo que armaban en plena hora del día. El silencio de la vergüenza duró apenas un instante, pues Ringo prosiguió su camino. Iba tarde a la sesión de rehabilitación y ya se encontraba agotado, tanto mental como físicamente.

Sin embargo, Amelia no estaba dispuesta a rendirse. Eran más de veinte años siendo amigos, más de doce de casados. Compartían una hija maravillosa, problemas y superación de obstáculos. Se negaba a que su mejor amigo le odiara, en especial en el momento más difícil de su vida.

—No fue mi intención hacerlo, lo sabes. Solo... —Las palabras se perdieron entre sus labios, entre su angustia y la imagen de estar llevándose por el medio todo lo que quería. El cuello le dolía—. No puedo hacer esto sola.

Negó, incapaz de poner en palabras la tormenta de emociones que se había desatado ese día. La sonrisa del profesor, la forma en la que le invitó un café, como pudo desahogarse de la enfermedad de la niña, del accidente de su esposo, los problemas económicos apenas empezándose a solventar en base a ahorros y ayuda de amigos.

—Puedes hacerlo. Ya no puedes depender de mí. Ni yo puedo depender de mí.

—Soy muy débil, Ringo. Te necesito.

Érebo se enamoró de la primaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora